EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ
Antonio Royo Marín, O.P.
AL LECTOR
Las siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.
La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.
I
EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ
Comenzamos hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá.
Y, ante todo, os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones que me han movido a ello:
En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas que se pueden plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?
Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos.
La segunda razón que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es menester ser un loco o un insensato irresponsable.
La tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de qué manera camina desorientado en las tinieblas por haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.
Es inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales. No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios.
Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será absolutamente inútil todo cuanto se intente.
Precisamente porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.
Examinemos, señores, los datos fundamentales del problema.
Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa en el más allá.
La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.
Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se leyera esta inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?
He aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la tremenda aventura.
Yo comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común, que sepa reflexionar y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me importa eso?”, señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no queremos renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.
Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.
Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.
Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.
Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.
A ese incrédulo del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no le interesan las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que decirle absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.
No me dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle, que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste quiero entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a escuchar con sincera rectitud de intención”.
Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.
Primer argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades.
Las personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda metódica”. Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad, no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental de la filosofía: “Pienso, luego existo”.
Señores, una duda real, absoluta y universal, que no excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema. El mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de aclarar después que no había tratado en ningún momento de extender su duda universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de orden puramente natural y humano.
Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos, vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.
¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?
Es indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no podríamos tomarla a broma.
Reflexionad un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en asegurarlo contra un posible incendio, porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable. Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido! Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que ni siquiera es probable. Es, simplemente, posible, nada más. No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.
Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para evitarse el posible perjuicio parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede poner reparo alguno.
Pues, señores, traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.
Señores, aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.
Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y aleccionadora:
Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.
El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!
En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...”
¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la suya.
¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.
Primero la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.
Señores, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.
En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos un alma?
En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.
1.º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.
Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.
Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia.
El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.
Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta.
Luego, si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.
Ahora bien, éste es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.
El principio de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza, absolutamente, simple, indestructible, indescomponible: luego, es intrínsecamente inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Dios podría hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás. Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal.
Además de este argumento ontológico profundísimo que deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología natural. Veámoslo brevemente.
2.º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.
Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.
Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.
¿Os dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores! Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente infrustrable. Todo deseo natural y común a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico, porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.
b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos sobrevivirnos personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.
c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?”
La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido.
Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: “Si yo no tuviera otra prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro mundo, que ver el triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo en duda. Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.”
¡Vaya si volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden después de la muerte.
El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su “despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer! Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación de sus hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan! Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos, señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.
La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica. Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta, metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo del discurso y de la razón humanas.
Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de Dios.
Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:
“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn 11, 25)
“Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.” (Lc 12, 40)
“No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10, 28)
“¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn 16, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:
“Para tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así sea.
II
EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ
Planteábamos ayer, en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el problema de los destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a la luz de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Hay un más allá después de esta vida.
Esta tarde vamos a dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del salto al más allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy antipático a la inmensa mayoría de la gente. “¡Por Dios!, padre: háblenos usted de lo que quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y desagradable. Háblenos de cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan trágico.”
Esta es una actitud insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando de pensar en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad: tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento decisivo del que depende nada menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que se disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida: la concepción materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír, gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la realidad de un más allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre a la vista la divina sentencia de Nuestro Señor Jesucristo: “¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?”.
Pues así como hay dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible entre las cosas terribles” (omnium terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la pretensión, señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y atractiva de la muerte. La muerte, para el pagano, es “la cosa más terrible entre todas las cosas terribles”, tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible, sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en primer lugar, señores, las características generales de este gran fenómeno de la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima en su venida, insegura en sus circunstancias y única en la vida. Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es ciertísima en su venida.
Señores, la historia de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones humanas. ¡Cuántos absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre tan estúpido que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente sobre la tierra; yo no moriré jamás.”
¡Pero si lo estamos viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al cementerio, estamos plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en cualquiera de las losas funerarias: Hodie mihi, cras tibi (“hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti.”) Lo estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o los enfermos decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior (“todos los días muero un poco”). Él se refería al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podremos repetir nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos los días morimos un poco. Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que llegará un momento en que moriremos del todo.
No hace falta insistir en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.
Dios no hizo la muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué maravilloso el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso terrenal! Además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales verdaderamente magníficos: el de inmortalidad, en virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al sufrimiento, y el de integridad, que les daba el control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente dominadas y gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del pecado original, y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible, quedó ipso facto condenado a la muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley inexorable: ciertamente moriremos todos.
Pero si la muerte es ciertísima en su venida, es muy incierta e insegura en su hora y en sus circunstancias.
Podemos catalogar y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales: muerte natural, prematura, violenta y repentina.
¿A qué llamamos muerte natural? A la que sobreviene por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que la produzca directamente. Se pregunta, a veces, la gente: “¿De qué ha muerto fulano de tal? No lo sabe nadie, ni siquiera el médico. ¿Cuántos años tenía? Noventa y dos”.
Señores, está claro: ha muerto de muerte natural, de senectud, de vejez. No se necesita nada más.
Pero, a veces, ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura. En la flor de la juventud, en la primavera de la vida... ¡Cuántos jóvenes se mueren! No ya por accidentes imprevistos –por un disparo casual, por un atropello de automóvil, etc.–, sino por simple enfermedad, en su cama, se mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se mueren también. En el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y el de la hija de Jairo. En plena juventud, en la primavera de la vida, se les cortó el hilo de la existencia: muerte prematura. Las familias que hayan tenido que sufrir este rudo golpe, que llega a lo más íntimo del alma, levanten sus ojos al cielo y adoren los designios inescrutables de la providencia de Dios. Él sabe por qué lo llevó allá. Acaso para que su pureza y su candor no se agostaran algún día en el clima abrasador del mundo. Dios les reclamó para Sí, y allá arriba nos esperan llenos de radiante felicidad.
Otras veces sobreviene la muerte de una manera violenta. Un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el momento menos pensado. Y unos perecen atropellados por un camión; otros, ahogados en el mar; otros, fulminados por un rayo; otros, en un choque de trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; otros... No es posible enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de vida, un momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!
La cuarta clase de muerte es la repentina. No es lo mismo muerte violenta que muerte repentina. Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por un agente extrínseco a nosotros, como cualquiera de esos que acabo de enumerar. Muerte repentina, por el contrario, es la que sobreviene por una causa intrínseca que llevamos ya dentro de nosotros mismos. Por ejemplo, una hemorragia cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una angina de pecho pueden producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos lo esperamos: hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo, He ahí la muerte repentina.
¿Cuál será la nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de nosotros ya no es posible una muerte prematura. Ya no moriremos en plena juventud. Pero ¿cuál de las otras tres, la violenta, la repentina o la natural en plena vejez, será la nuestra? Nadie en absoluto nos lo podría decir, sino únicamente Dios. Estemos siempre preparados, porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es insegura la hora y las circunstancias de nuestra muerte.
Pero lo más serio del caso, señores, es que moriremos una sola vez. Lo dice la Sagrada Escritura y lo estamos viendo todos los días con nuestros ojos. Nadie muere más que una sola vez. Es cierto que ha habido alguna excepción en el mundo. Ha habido quienes han muerto dos veces. En el Evangelio, por ejemplo, tenemos tres casos, correspondientes a los tres muertos que resucitó Nuestro Señor Jesucristo. Santo Domingo de Guzmán, el glorioso fundador de la Orden a la que tengo la dicha de pertenecer, resucitó también tres muertos. San Vicente Ferrer y otros muchos Santos hicieron también este milagro estupendo. Pero estas excepciones milagrosas son tan raras, que no pueden tenerse en consideración ante la ley universal de la muerte única. Moriremos una sola vez. Y en esa muerte única se decidirán, irrevocablemente, nuestros destinos eternos. Nos lo jugamos todo a una sola carta. El que acierte esa sola vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa sola vez, está perdido para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y tomar toda clase de medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y suprema ocasión. Yo quisiera, señores, haceros reflexionar un poco en torno a la preparación para la muerte.
Podemos distinguir dos clases de preparación: una, remota, y otra, próxima.
Llamo yo preparación remota la de aquel que vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios, al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuáles sean las circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma. Esta es la preparación remota.
Preparación próxima es la de aquel que tiene la dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático. Extremaunción, e, incluso, los demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la indulgencia plenaria y la recomendación del alma. Esta es la preparación próxima.
Combinando y barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro tipos distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos preparaciones.
Vamos a examinarlas una por una.
Primer tipo de muerte. – Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas.
Estos no han tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así suele ser la muerte. Si el árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o francamente inclinado hacia la izquierda, lo corriente y normal es que, al caer tronchado por el hacha, caiga, naturalmente, del lado a que está inclinado. Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.
Esta fue la muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: “Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo”.
¡Pobrecito! Él sí que quedó destruido.
Escuchad. Os voy a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que asistió en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él, personalmente, lo que vio:
“Poco tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos, y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo”.
La Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos, escribe textualmente:
“Nada más verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer– afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la sangre que le salía de la boca y de la nariz”.
Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no afirmo la condenación de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La Iglesia no lo ha dicho jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes de separarse el alma del cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero sabemos lo que pasó en los últimos momentos visibles de su vida, puesto que lo presenciaron los testigos que acabo de citar. Si está en el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto que la Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué terrible manera de comparecer ante Dios: sin preparación próxima ni remota!
Segunda manera de morir: con preparación próxima, pero no remota. ¿Qué significa esto? El que vive habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación próxima. Uno que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve ante sus ojos el espantoso abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido por la divina gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas veces, por la infinita misericordia de Dios.
Pero ¡pobre del que confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado! ¡Pobre de él! Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo nos advierte expresamente que Deus non irridetur: de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión, atolondramiento o ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal, precisamente confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y apoyado en que a la hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto, sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara su loca temeridad y su incalificable osadía.
Sean pocos o muchos los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de haberse reído de Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se condenen. ¡Ese se pierde para toda la eternidad!
Tercera manera de morir: con preparación remota, pero no próxima. No juguemos con fuego. Tengamos al menos la preparación remota, por si acaso Dios no nos concede la preparación próxima. Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma; y para eso basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Si vivimos siempre en gracia de Dios, si en cualquier momento de nuestra vida tenemos bien ajustadas nuestras cuentas con Dios, si tenemos ese tesoro infinito que se llama la gracia santificante, nos puede importar muy poco la manera, el modo y las circunstancias de nuestra muerte. Es muy de desear –y hay que pedírselo con toda el alma a Dios– que nos conceda también la preparación próxima; pero, al menos, si tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.
Tomemos esta determinación, señores, en estos días de conferencias cuaresmales. Es preciso formar algún propósito concreto para toda nuestra vida, porque, de lo contrario, estas luces que ahora nos da Dios, no serían más que un castillo de fuegos artificiales, una llamada fugaz y transitoria. Es preciso que tomemos determinaciones para toda nuestra vida, señores. Y una de las más fundamentales tiene que ser ésta: en adelante no voy a cometer jamás la tremenda imprudencia de acostarme una sola noche en pecado mortal, porque puedo amanecer en el infierno.
Reflexionad un instante: ¿quién de vosotros se atrevería a acostarse una noche con una víbora venenosa en la cama? Hasta que no le aplastaseis la cabeza no podríais conciliar el sueño: es cosa clara y evidente. Y son legión los que tienen una víbora venenosa en su alma, los que viven habitualmente en pecado mortal con gravísimo peligro de hundirse para siempre en el abismo eterno, ¡y ríen, y gozan, y se divierten! Y por la noche se acuestan tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si no les amenazara daño alguno. Señores, ¿es que son malos? Tal vez no. Puede que no lo sean en el fondo. Pero es indudable que son atolondrados, irreflexivos, inconscientes; es indudable que no piensan, que no se dan cuenta del tremendo peligro que pende sobre sus cabezas a manera de espada de Damocles. En el momento menos pensado puede rompérsele el hilo de la vida y se hunden para siempre en el abismo. Vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al Señor nos conceda también la preparación próxima para la muerte.
Porque ésa es la cuarta manera de morir y la que hemos de procurar con todos los medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con la preparación remota del que ha vivido cristianamente, siempre en gracia de Dios, y con la preparación próxima del que a la hora de la muerte corona aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos y de los auxilios espirituales de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático, Extremaunción, recomendación del alma, bendición papal.
Preparación próxima y preparación remota. Es la muere envidiable de los Santos, de la que dice la Sagrada Escritura que es preciosa delante del Señor: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus.
Los Santos que han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la muerte, sino que la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo. Porque la muerte cristiana, señores, tiene las siguientes sublimes características que la hacen infinitamente deseable y atractiva: morir en Cristo, morir con Cristo y morir como Cristo.
En primer lugar, morir en Cristo. ¿Qué significa morir en Cristo? Significa morir cristianamente, con la gracia santificante en nuestra alma, que nos da derecho a la herencia infinita del cielo.
¡Qué burla y qué sarcasmo, señores, cuando en los grandes cementerios de las modernas ciudades se ponen sobre las tumbas de los grandes impíos aquellos epitafios rimbombantes: “Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran literato, un gran emperador”! ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando el sueño de los justos son los únicos que pueden leer el verdadero y auténtico epitafio de muchas de aquellas tumbas que el mundo venera: “Aquí yace un condenado para toda la eternidad”!
Ojalá que a cada uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero auténtico, que refleje la verdad: “Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su corazón”. Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las flores que para nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, las sesiones necrológicas, los ridículos “minutos de silencio...”, ¡que se lo lleven todo los mundanos! A nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.
¡Morir cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?
En primer lugar, es el término del combate. En este mundo estamos librando todos una tremenda batalla –lo dice la Sagrada Escritura– contra los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Estamos librando un combate. Pero llega la hora de la muerte, y si tenemos la dicha de morir cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina victorioso la batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que después de haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente, recoge los frutos de la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve terminados para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y de la vida. ¡Qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre el cristiano que acaba de expirar aquella fórmula sublime: Requiescat in pace: “Descansa en paz”!
En segundo lugar, la muerte cristiana es la arribada al puerto de seguridad.
En este mundo no podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice, ni los mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro de que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si se condenará; si recibirá de Dios el don sublime de la perseverancia final, o si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Es un interrogante angustioso que está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los Santos estaban seguros de sí mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque estemos ahora en gracia de Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de veinte, y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.
¡Ah!, pero cuando se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los hierros de su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después de haber luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el fondo del océano, salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que después de haber atravesado las arenas abrasadoras del desierto, llega por fin al risueño y fresco oasis. Es la nave que llega al puerto después de peligrosa travesía. Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para siempre en océanos de clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere cristianamente queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para siempre la felicidad eterna.
Por eso la muerte cristiana es la entrada en la vida verdadera. ¡Cuánta pobre gente equivocada, que ha vivido y respirado el ambiente del mundo y está completamente convencida de que esta vida es la vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda equivocación!
¡Esta vida no es la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: “Ningún sabio satisface – esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que nace el que muere–?”
No sabía contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!
Que se lo pregunten a San Pablo y les dirá: “Estoy deseando morir para unirme con Cristo”.
Pregúntenlo a Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración: “Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera –hasta que esta vida muera–, no se alcanza estando viva...” O quizá de esta otra forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero– que muero porque no muero”.
Que se lo digan a Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos modernos, en frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le preguntó: “¿Está vuestra caridad resignada para morir?” Y la santita, abriendo desmesuradamente sus ojos, llena de asombro, le contestó: “¿Resignada para morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es una alegría inmensa”.
Los Santos, señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se dan cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se preocupan más que del vagón en el que están haciendo la travesía: el negocio, el porvenir humano, el aumento del capital. Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos años, acaso dentro de unos cuantos días nada más. No se dan cuenta de que el ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más kilómetros, y en el momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora les dará la terrible noticia: estación de llegada. Y al instante, sin un momento de tregua, tendrán que apearse del ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces caerán en la cuenta de que esta vida no es la vida. Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la eternidad.
La segunda característica de la muerte cristiana es morir con Cristo. ¿Qué significa esto? Significa exhalar el último suspiro después de haber tenido la dicha inefable de recibir a Jesucristo Sacramentado en el corazón.
¡El Viático! ¡Qué consuelo tan inefable produce en el alma cristiana el simple recuerdo del Viático! La Eucaristía es un milagro de amor, de sublime belleza y poesía en cualquier momento de la vida. Pero la Eucaristía por Viático es el colmo de la dulzura, de la suavidad y de la misericordia de Dios. Poder recibir en el corazón a Jesucristo Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor momentos antes de comparecer ante Él como Juez Supremo de vivos y muertos, es de una belleza y de una emoción indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan inefable se apodera del pobre enfermo al abrazar en su corazón a su gran Amigo, que viene a darle la comida para el camino –que eso significa la palabra Viático– y ayudarle amorosamente en el supremo tránsito a la eternidad! Cuando desde lo íntimo de su alma, el pobre pecador le pide perdón a su Dios por última vez, antes de comparecer ante Él, sin duda alguna que Nuestro Señor Jesucristo, que vino a la tierra precisamente a salvar lo que había perecido (Mt, 18, 11) y en busca de los pobres pecadores (Mt 9, 13) le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la sentencia que instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.
¡Y que una cosa tan bella y sublime como el Viático estremezca de espanto a la inmensa mayoría de los hombres, incluso entre los cristianos y devotos! Son innumerables los crímenes a que ha dado lugar tamaña insensatez y locura. ¡Cuántos desgraciados pecadores se han precipitado para siempre en el infierno porque su familia cometió el gravísimo crimen de dejarles morir sin Sacramentos por el estúpido y anticristiano pretexto de no asustarles! Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se pueden cometer en este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza al cielo. ¡Ay de la familia que tenga sobre su conciencia este crimen monstruoso! El Viático no empeora al enfermo, sino, al contrario, le reanima y conforta, hasta físicamente, por redundancia natural de la paz inefable que proporciona a su alma. Pero, aún suponiendo que por el ambiente anticristiano que se respira por todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco al enfermo la noticia de que tiene que recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces preferible que vaya al cielo después de un pequeño o de un gran susto, antes que, sin susto alguno, descienda tranquilamente al infierno para toda la eternidad? ¡Y qué cosa tan evidente y sencilla no la vean tantísimos malos cristianos que cometen la increíble insensatez y el enorme crimen de dejar morir como un perro a uno de sus seres queridos! Gravísima responsabilidad la suya, y terrible la cuenta que tendrán que dar a Dios por la condenación eterna de aquella desventurada alma a la que no quisieron “asustar”.
Escarmentad todos en cabeza ajena. Advertid a vuestros familiares que os avisen inmediatamente al caer enfermos de gravedad. La recepción del Viático por los enfermos graves es un mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que obliga a todos bajo pecado mortal, lo mismo que el de oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y como la mejor providencia y precaución es la que uno toma sobre sí mismo, procurad vivir siempre en gracia de Dios y llamad a un sacerdote por vuestra propia cuenta –sin esperar el aviso de vuestros familiares– cuando caigáis enfermos de alguna consideración.
La tercera característica de la muerte cristiana es morir como Cristo. ¿Cómo murió Nuestro Señor Jesucristo? Mártir del cumplimiento de su deber. Había recibido de su Eterno Padre la misión de predicar el Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una cruz para salvar a todo el género humano, y lo cumplió perfectamente, con maravillosa exactitud. Precisamente, cuando momentos antes de morir contempló en sintética mirada retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían hablado de Él, vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en sus más mínimos detalles. Y fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: ¡Consumatum est, todo está cumplido!
¡Qué dicha la nuestra, señores, si a la hora de la muerte podemos exclamar también: “He cumplido mi misión en este mundo, he cumplido la voluntad adorable de Dios”!
Cierto que no podremos decirlo del mismo modo que Nuestro Señor Jesucristo. Cierto que todos somos pecadores y hemos tenido, a lo largo de la vida, muchos momentos de debilidad y cobardía. Cierto que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de sus divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras pasiones. Pero todo puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia. Estamos a tiempo todavía.
¡Muchacho que me escuchas! Feliz de ti si a la hora de la muerte, acordándote de tus años mozos, puedes decir ante tu propia conciencia: “Lo cumplí. ¡Cuánto me costó resolver el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero fui valiente y resistí. Invoqué a la Virgen, huí de los peligros, comulgué diariamente, ejercité mi voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios... Y ahora muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el lirio de mi pureza juvenil”.
¡Padre de familia! Me hago cargo perfectamente. Cuesta mucho el cumplimiento exacto de los deberes matrimoniales: aceptar todos los hijos que Dios mande, educarles cristianamente, guardar fidelidad inviolable al otro cónyuge, cumplir exactamente las obligaciones del propio estado. Pero recuerda que estamos en este mundo como huéspedes y peregrinos, que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que está por venir” (Hebr 13, 14) ¡Levanta tus ojos al cielo! Y, aunque te cueste ahora un sacrificio, cumple íntegramente con tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la hora suprema.
¡Comerciante, financiero, industrial, hombre de negocios! El dinero es una terrible tentación para la mayoría de los hombres. Pero acuérdate de que no podrás llevarte más allá del sepulcro un solo céntimo: lo tendrás que dejar todo del lado de acá. ¡Gana, si es preciso, la mitad o la tercera parte de lo que ganas ahora, pero gánalo honradamente! Que no tengas que lamentarlo a la hora de la muerte –cuando es tan difícil reparar el daño causado y restituir el dinero mal adquirido– y puedas decir, por el contrario: “me costó mucho, pero hice ese sacrificio; muero tranquilo; he cumplido con mi deber”.
Permitidme que os refiera un recuerdo personal, y termino. Tengo actualmente mi residencia habitual en el glorioso convento de San Esteban, de Salamanca. En la actualidad somos más de doscientos religiosos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes en nuestra Facultad de Teología que allí funciona. Pero en él está instalada también la enfermería general de la provincia dominicana de España. Allí vienen los padres ancianitos a esperar tranquilamente el fin de sus días, después de una vida consagrada enteramente al servicio de Dios y salvación de las almas. He visto morir a muchos de ellos. He presenciado, también, la muerte de religiosos jóvenes, que morían alegres en plena primavera de la vida porque se iban al cielo para siempre. Y os confieso, señores, que las emociones más hondas e intensas de mi vida religiosa son las que he experimentado junto al lecho de nuestros moribundos. ¡Cómo mueren los religiosos dominicos, señores! Supongo que en las otras Órdenes religiosas ocurrirá lo mismo, pero yo cuento lo que he visto y presenciado por mí mismo. Escuchad:
El religioso enfermo ha recibido ya, muy despacio, los Santos Sacramentos y demás auxilios de la Iglesia. Es impresionante, por su belleza y emoción, el espectáculo de toda la comunidad acompañando al Señor hasta la habitación del enfermo cuando se lo llevan por Viático. Pero llega mucho más al alma todavía la escena de sus últimos momentos. Cuando se acerca el momento supremo, la campana del convento llama a toda la comunidad con un toque a rebato característico, inconfundible. Acudimos todos a la enfermería, y el Padre Prior, revestido de sobrepelliz y estola, comienza a rezarle al enfermo la recomendación del alma, alternando con toda la comunidad. Y cuando se acerca por momentos el instante supremo, el cantor principal del convento entona la Salve Regina, que tiene en nuestra Orden una melodía suavísima. Y arrullado por las notas de la bellísima plegaria mariana que canta toda la comunidad..., con la paz de su alma pura reflejada en su rostro tranquilo, con una dulce sonrisa en sus labios, serenamente, plácidamente, como el que se entrega con naturalidad al sueño cotidiano, el religioso dominico se duerme ante nosotros a las cosas de la tierra para despertar en los brazos de la Virgen del Rosario entre los coros de los ángeles...
Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus: es preciosa delante del Señor la muerte de sus Santos.
¿Queréis morir todos así? Os acabo de dar las normas para conseguirlo. Preparación remota, viviendo siempre, siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente los deberes de vuestro propio estado; y oración ferviente a Dios, por intercesión de María, la dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos conceda también la preparación próxima: la dicha de recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la Iglesia y de morir con serenidad y paz en el ósculo suavísimo del Señor. Que así sea.
III
EL JUICIO DE DIOS
Hablábamos ayer del problema formidable de la muerte, y decíamos que, si considerada con ojos paganos, es la cosa más terrible entre todas las cosas terribles, a la luz de la fe católica, contemplada con ojos cristianos, es simpática y deseable, diga el mundo lo que quiera. Porque para el cristiano, señores, la muerte es comenzar a vivir, es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.
La muerte es un fenómeno mucho más aparente que real. Afecta al cuerpo únicamente, pero no al alma. El alma es inmortal, y el mismo cuerpo muere provisionalmente, porque un gran dogma de la fe católica nos dice que sobrevendrá en su día la resurrección de la carne. De manera que, en fin de cuentas, la muerte en sí misma no tiene importancia ninguna: es un simple tránsito a la inmortalidad.
Pero ahora nos sale al paso otro problema formidable. Y ése sí que es serio, señores, ése sí que es terrible: el problema del juicio de Dios.
Está revelado por Dios. Consta en las fuentes mismas de la revelación. El apóstol San Pablo dice que “está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después de la muerte, el juicio”. (Hebr 9, 27). Lo ha revelado Dios por medio del apóstol San Pablo, y se cumplirá inexorablemente.
Hace unos años murió en Madrid un religioso ejemplar. Murió como había vivido: santamente. Pero pocas horas antes de morir, le preguntaron: “Padre: ¿está preocupado ante la muerte, tiene miedo a la muerte?” Y el Padre contestó: “La muerte no me preocupa nada, ni poco ni mucho. Lo que me preocupa muchísimo es la aduana. Después de morir tendré que pasar por la aduana de Dios y me registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa”.
Habrá dos juicios, señores. El juicio particular, al que alude San Pablo en las palabras que acabo de citar, y el juicio universal, que, con todo lujo de detalles, describió personalmente en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo, que actuará en él de Juez Supremo de vivos y muertos.
Habrá dos juicios: el juicio particular y el juicio final o universal.
Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología católica, explica admirablemente el porqué de estos juicios. No pueden ser más razonables. Porque el individuo es una persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto individuo, en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecte única y exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en cuanto miembro de la sociedad, a la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la que ha influido provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir también un juicio universal, público, solemne, para recibir, ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este segundo juicio, el universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde luego, tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque en el juicio particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos eternos. El juicio universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia que se nos haya dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por consiguiente, como individuos, como personas humanas, nos interesa mucho más el juicio particular que el juicio universal. Y de él vengo a hablaros esta tarde. Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio particular, procediendo ordenadamente a base de una serie de preguntas y respuestas.
1.ª ¿Cuándo se celebrará el juicio particular? Inmediatamente después de la muerte real. Después de la muerte real, digo, no de la muerte aparente. Porque, señores, estamos en un error si creemos que en el momento de expirar el enfermo, cuando exhala su último suspiro, ha muerto realmente. No es así.
Contemplad los últimos instantes de un moribundo. Su respiración fatigosa, anhelante; su mirada de asombro a los que le rodean, porque él se está ahogando, no puede respirar y ve que los demás respiran tranquilamente. Parece que está diciendo: ¿Pero no notáis que falta el aire? ¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él, pobrecillo, el único que se ahoga. Y llega un momento en que es tanta la falta de oxígeno que experimentan sus pobres células, que hace una respiración profunda, profundísima, hacia dentro, y, de pronto, la expiración: lanza hacia fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente paralizado. Y los que están rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de expirar.
Pero, en realidad, no es así. Han desaparecido sin duda, las señales o manifestaciones externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no ve, ya no siente, pero la muerte real no se ha producido aún. El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el período de muerte aparente, que se prolongará más o menos tiempo, según los casos: más largo en las muertes violentas o repentinas, más corto en las que siguen el agotamiento de la vejez o de una larga enfermedad. El hecho de la muerte aparente está científicamente demostrado, puesto que se ha logrado volver a la vida por procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a centenares de muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley universal, válida para todos.
Ved lo que ocurre cuando apagáis una vela, un cirio. La llama ya no existe, pero el pabilo está todavía encendido, está humeante todavía, y poco a poco se va extinguiendo, hasta que, por fin, se apaga del todo. Algo parecido ocurre con la muerte. Cuando el enfermo exhala el último suspiro parece que la llama de la vida se apagó definitivamente, pero no es así. El alma está allí todavía. Hay un espacio más o menos largo entre la muerte real y la muerte aparente, que puede ser decisivo para la salvación eterna del presunto muerto, puesto que durante él se le pueden administrar todavía los Sacramentos de la Penitencia y Extremaunción.
¡Cuántas veces ocurre, señores, la desgracia de una muerte repentina en el seno del hogar! Y cuando ya no hay nada que hacer para devolverle la salud corporal, cuando el médico ya no tiene nada que hacer allí porque se ha producido ya la muerte aparente que acabará muy pronto en muerte real, todavía tenéis tiempo de correr a la Parroquia. Llamad urgentemente al sacerdote para que le dé la absolución sacramental, y, sobre todo, le administre el sacramento de la Extremaunción, del que acaso dependa la salvación eterna de esa alma. ¡Corred a la Parroquia, llamad al sacerdote! Ya lloraréis después, no perdáis tiempo inútilmente, acaso depende de eso la salvación eterna de ese ser querido. Claro está que esto es un recurso de extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte repentina. Porque cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el gravísimo deber de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que el enfermo reciba con toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos Sacramentos y se prepare en la forma que os exponía ayer al hablaros de la muerte cristiana.
Pero cuando sobreviene la desgracia de una muerte violenta o repentina, hay que intentar la salvación de esa alma por todos los medios a nuestro alcance, y no tenemos otros que la administración sub conditione de la absolución sacramental, y, mejor aún, del sacramento de la Extremaunción, que resulta más eficaz todavía en casos de muerte repentina, puesto que no requiere ningún acto del presunto muerto, con tal que de hecho tenga, al menos, atrición interna de sus pecados.
El espacio entre la muerte aparente y la real, en caso de muerte violenta o repentina, suele extenderse a unas dos horas, y a veces, más. Pero en el momento en que se produce la muerte real, o sea, en el momento en que el alma se arranca o desconecta del cuerpo, en ese mismo instante, comparece delante de Dios para ser juzgada. De manera, que a la primera pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?, contestamos: en el momento mismo de producirse la muerte real.
2.ª ¿Quiénes serán juzgados? La humanidad en pleno, absolutamente todos los hombres del mundo, sin excepción. Desde Abel, que fue el primer muerto que conoció la humanidad, hasta los que mueran en la catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los malos. Lo dice la Sagrada Escritura: Al justo y al impío los juzgará el Señor (Ecl. 3, 17), incluso al indiferente que no piensa en estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la carcajada volteriana: “¡Yo no creo eso!” Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si lo deja de creer. Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de nuestro capricho o de nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo dejemos de estar. Lo ha establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados por Él en el momento mismo de producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!
3.ª ¿Dónde y cómo se celebrará el juicio particular? En el lugar mismo donde se produzca la muerte real: en la cama de nuestra habitación, bajo las ruedas de un automóvil, entre los restos del avión destrozado, en el fondo del mar si morimos ahogados en él..., en cualquier lugar donde nos haya sorprendido la muerte real. Allí mismo, en el acto, seremos juzgados.
Y la razón es muy sencilla, señores. El juicio consiste en comparecer el alma delante de Dios, y Dios está absolutamente en todas partes. No tiene el alma que emprender ningún viaje. Hay mucha gente que cree o se imagina que cuando muere un enfermo el alma sale por la ventana o por el balcón y emprende un larguísimo vuelo por encima de las nubes y de las estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el momento en que se desconecta del cuerpo, entra en otra región; pierde el contacto con las cosas de este mundo y se pone en contacto con las del más allá. Adquiere otro modo de vivir, y entonces, se da cuenta de que Dios la está mirando. Dice al apóstol San Pablo que Dios “no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos” (Hech. 17, 28). Así como el pez existe y vive y se mueve en las aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y nos movemos dentro de Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos damos cuenta, pero en cuanto nuestra alma se desconecte de las cosas de este mundo y entre en contacto con las cosas del más allá, inmediatamente lo veremos con toda claridad y nos daremos cuenta de que estamos bajo la mirada de Dios.
Pero me diréis: ¿El alma comparece realmente delante de Dios? ¿Ve al mismo Dios? ¿Contempla la esencia divina?
Claro está que no. En el momento de su juicio particular, el alma no ve la esencia de Dios, porque si la viera, quedaría ipso facto beatificada, entraría automáticamente en el cielo, y esto no puede ser –al menos, en la inmensa mayoría de los casos– porque puede tratarse del alma de un pecador condenado o de la de un justo imperfecto que necesita purificaciones ultraterrenas antes de pasar a la visión beatífica.
¿Cómo se produce entonces el juicio particular? Escuchad:
El desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alma contempla claramente su propia sustancia. Se ve a sí misma con toda claridad, como nos vemos en este mundo la cara reflejada en un espejo. Y al mismo tiempo contempla claramente en sí misma, con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo cuanto ha hecho acá en la tierra. Veremos con toda claridad y detalle lo que hicimos cuando éramos niños, cuando éramos jóvenes, en la edad madura, en plena ancianidad o decrepitud: absolutamente todo. Lo veremos reflejado en nuestra propia alma. Y veremos también, clarísimamente, que Dios lo está mirando. Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo la mirada de Dios, a la que nada absolutamente se escapa. Y ese sentirse el alma como prisionera de Dios, como cogida por la mirada de Dios, eso es lo que significa comparecer delante de Él. No le veremos a Él, ni tampoco a Nuestro Señor Jesucristo, ni al ángel de la guarda, ni al demonio. No habrá desfile de testigos, ni acusador, ni abogado defensor, ni ningún otro elemento de los que integran los juicios humanos. No veremos a nadie más que a nosotros mismos, o sea, a nuestra propia alma, y, reflejada en ella, nuestra vida entera con todos sus detalles. Y al instante recibiremos la sentencia del Juez, de una manera intelectual, de modo parecido a como se comunican entre sí los ángeles.
Los ángeles, señores, se comunican por una simple mirada intelectual. No a base de un lenguaje articulado como el nuestro –imposible en los espíritus puros–, sino de un modo mucho más claro y sencillo: simplemente contemplándose mutuamente el entendimiento y viendo en él las ideas que se quieren comunicar. A esto llamamos en teología locución intelectual.
Pues de una manera parecida recibiremos nosotros, en nuestro juicio particular, una locución intelectual transmitida por Cristo Juez; una especie de radiograma intelectual firmado por Cristo, que nos dará la sentencia: “¡A tal sitio!” Y el alma verá clarísimamente que aquella sentencia que acaba de recibir de Cristo es precisamente la que le corresponde, la que merece realmente con toda justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio particular.
4.ª ¿Cuánto tiempo durará? El juicio particular será instantáneo. En un abrir y cerrar de ojos se realizará el juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para su claridad y nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas, ni con más detalle, ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar de ojos. Porque al separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de la manera lenta y torpe a que le obliga en este mundo su unión con la pesadez de la materia. Así en la tierra, nuestro entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo que conocemos las cosas poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más que lo superficial, lo que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la esencia misma de las cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no se siente encadenado por la pesadez de la materia, y entiende perfectamente a la manera de los ángeles, de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista, sin necesidad de discursos ni razonamientos.
Santa Teresa de Jesús, la incomparable doctora mística, tuvo visiones intelectuales altísimas, como puede leerse en el libro de su Vida, escrito por ella misma. Y, en una de ellas, Dios le mostró un poco lo que ocurre en el cielo, en la mansión de los bienaventurados. Ella misma dice que acaso no duró ni siquiera el espacio que tardamos en rezar un avemaría. Y a pesar de la brevedad de ese tiempo, se espantaba de que hubiese visto tanta cantidad de cosas y con tanto detalle y precisión. Es por eso. En aquel momento le concedió Dios una visión intelectual, a la manera de los ángeles, y contempló ese panorama deslumbrador de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista. Lo vio clarísimamente todo en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Esto nos ocurrirá a cada uno de nosotros en el momento en que nuestra alma se separe del cuerpo y tengamos nuestro juicio particular.
5.ª ¿Y qué veremos en ese tan corto espacio de tiempo?
Señores, ésta es la parte más importante de mi conferencia de esta noche, en la que quisiera poner toda mi alma.
Escuchadme atentamente.
¡Muchacha que me escuchas a través de la radio!, la frívola, la mundana, la amiga del espectáculo, de la diversión, del cine, del teatro, del baile. ¡Cómo te gustaría ser una de las primeras estrellas de la pantalla, aparecer en los grandes cines, en la primera página de las grandes revistas cinematográficas, y que todo el mundo hablara de ti como hablan de esas dos o tres, cuyo nombre te sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia! ¡Cómo te gustaría! ¿verdad?
Pues mira: no sé si lo has pensado bien. Porque resulta que eres efectivamente la protagonista de una gran película; de una gran película sonora, en tecnicolor y en relieve maravilloso: no te puedes formar idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo digo también a cada uno de mis oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí mismo.
Todos somos protagonistas de una gran película cinematográfica, señores. Todos en absoluto. Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos en ello, está funcionando una máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel de Dios –el de nuestra propia guarda– y nos está sacando la película sonora y en tecnicolor de toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y, a partir de aquel instante, recogió fidelísimamente todos los actos de nuestra infancia, y de nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y recogerá todos los de nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película sonora y en tecnicolor que nos está sacando el ángel de la guarda, señores, por orden de Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una perfección maravillosa.
El cine de los hombres ha hecho progresos inmensos desde que se inventó hace poco más de un siglo. Desde el cine mudo, de movimientos bruscos y ridículos, hasta la pantalla panorámica, el tecnicolor y el relieve, el progreso ha sido fantástico. Sin embargo, el cine de los hombres es perfeccionable todavía, no reúne todavía las maravillosas condiciones técnicas que se adivinan para el futuro; el cine de los hombres todavía tiene que progresar mucho.
¡Ah! Pero el cine de Dios es acabadísimo, perfectísimo, absolutamente insuperable. No le falta un detalle: lo recoge todo con maravillosa precisión y exactitud.
En primer lugar, los actos externos, los que se pueden ver con los ojos y tocar con las manos. Vuelvo a hablar contigo, muchacha frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te acuerdas? Nadie lo vio, nadie se enteró. Pero delante de vosotros estaba el cine de Dios; y en primer plano, en película sonora y en tecnicolor, está recogido todo aquello. ¡Y lo vas a contemplar otra vez en el momento de tu juicio particular!
Es inútil, señores, que nos encerremos con llave en una habitación, porque delante de nosotros se nos metió aquel operador invisible con su aparato cinematográfico, y lo que hagamos a puerta cerrada y con la llave echada está saliendo todo en su película sonora y en tecnicolor. Es inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto, que funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad.
Pero no recoge solamente las acciones. También capta y recoge las palabras, porque el cine de Dios es sonoro. Ha recogido fidelísimamente todas las palabras que hemos pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes de subido color, aquellas carcajadas histéricas en aquella noche de crápula y lujuria... ¡Todo absolutamente ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír claramente todo aquello. Y aquellas carcajadas, aquellos chistes, aquellas calumnias, aquellas blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico. Pero oiremos también, sin duda alguna, los buenos consejos que hemos dado, el dulce murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas de Dios... ¡Cuánto nos consolarán entonces!
¡Ah! Pero lo verdaderamente estupendo del cine de Dios es que no solamente recoge las acciones y las palabras, sino que, además, penetra en lo más hondo de nuestro entendimiento y de nuestro corazón, para recoger los sentimientos íntimos de nuestra alma, o sea todo lo que estamos pensando y lo que estamos amando o deseando. ¡Cuántos pensamientos obscenos, cuántos contra la caridad! ¡Cuántas dudas caprichosas, cuántas sospechas infundadas, cuántos juicios temerarios! ¡Cuántos pensamientos de vanidad, de altanería, de orgullo, de exaltación del propio yo, de desprecio de los demás! Y las desviaciones afectivas, los perversos amores. ¡Dios mío! Aquel casado que pasaba por persona honorabilísima... y resulta que, además de su mujer, tenía dos o tres amiguitas; aquella joven que parecía tan modosita y se entendía con el jefe de su oficina... Todo saldrá en el cine de Dios.
Y los odios y rencores, la sed de venganza, la envidia terrible que corroe el corazón. Y la indignación contra la providencia de Dios cuando permitió aquel fracaso, que no era, sin embargo, más que un pequeñísimo castigo de nuestros pecados... Absolutamente todo, señores, ha sido recogido en la pantalla de Dios y lo veremos en nuestro propio juicio particular.
Pero hay una cosa mucho más sorprendente todavía que viene a poner el colmo a la maravillosa perfección del cinematógrafo de Dios. Y es que no solamente recoge todo cuanto hemos hecho, dicho, pensado, amado o deseado, sino también lo que no hemos hecho, habiéndolo debido hacer: los pecados de omisión, o sea todas aquellas buenas obras que omitimos por respeto humano, por cobardía, por pereza o por cualquier otro motivo bastardo. Aquellas escenas que deberían figurar en la pantalla y no figuran, por extraña paradoja figurarán también, pero en plan de omisión. “Aquel domingo no pude ir a misa porque me marché de excursión”. “El ayuno y la abstinencia obligaban únicamente a los frailes y a las monjas”. “Estaba muy atareado, me absorbían las ocupaciones, no tenía tiempo de entregarme a las prácticas piadosas”. ¡Ah las omisiones! Y el padre que no corrige a sus hijos, el que se limita a decir malhumorado: “A mí, ¿quién me mete en líos? Que hagan lo que quieran. Ya van siendo mayorcitos”. Eso no se puede hacer. Tiene la obligación gravísima de educar a tus hijos. Tienes la obligación de corregirlos, y si no lo haces, pecado de omisión: saldrá en la pantalla y lo verás en tu juicio particular.
Y de manera semejante podríamos ir recordando los deberes profesionales, los deberes privados y los deberes públicos. Las autoridades mismas, que por negligencia, por respeto humano, por no meterse en líos, no se preocupan de hacer cumplir las leyes de policía encaminadas a salvaguardar la moralidad pública; esos espectáculos inmorales o centros de perversión que no clausuran, debiendo clausurarlos, de acuerdo con la ley de Dios y las disposiciones de la misma ley civil. Todo sale en la pantalla y de todo se les pedirá cuenta en el formidable tribunal de Dios.
¿Qué más, señores? ¿Qué más puede salir en la pantalla del cine de Dios, que recoge incluso las escenas que no se realizaron, los pecados de simple omisión? Pues aunque parezca inverosímil, todavía hay más. Porque esa película de nuestra propia vida recogerá también los pecados ajenos, en la parte de culpa que nos corresponda a nosotros.
¡Qué terrible responsabilidad, señores! ¡Empujar al pecado a otra persona! ¿Qué pensaríais, señores, de un malvado que cogiese una pistola y se pasease con ella por las calles más céntricas de la ciudad, disparando tiros a derecha e izquierda y dejando el suelo sembrado de cadáveres? Es inconcebible semejante crimen en una ciudad civilizada. ¡Ah, pero tratándose de almas eso no tiene importancia ninguna! ¿Qué importa que esa mujer ande elegantísimamente desnuda por la calle y que a su paso vaya con su escándalo asesinando almas, a derecha e izquierda? ¡Eso no tiene importancia ninguna: es la moda, es “vestir al día”, es el calor sofocante del verano, es que “todas van así, no he de ser yo una rara anticuada!”, etc. Pero resulta que Dios ve las cosas de otro modo, y a la hora de la muerte esa mujer escandalosa contemplará horrorizada los pecados ajenos en la película de su propia vida. ¡Cuánto se va a divertir entonces viéndose tan elegante en la pantalla!
Y el muchacho que le dice a su amigo: “Oye vente conmigo; vamos a bailar, vamos a ver a fulanita, vamos a divertirnos, vamos a aprovechar la juventud”, y le da un empujón a su amigo, y este monigote, para no ser menos, para no “hacer el ridículo”, como dicen en el mundo, acepta el mal consejo y se va con él y peca. ¡Ah!, en la pantalla de la vida del primero saldrá el pecado del segundo, porque el responsable principal de un crimen es siempre el inductor. Y aquella vecina que le decía a la otra: “Tonta, ¿no tienes ya cuatro hijos? ¿Y ahora vas a tener otro? Deshazlo, y se acabó. Quédate tranquila, un hijo menos no tiene importancia alguna”. Pero ante Dios, ese mal consejo fue un gravísimo pecado, que dio ocasión a un asesinato cobarde: el aborto voluntario. Y ese crimen ha quedado recogido en las dos películas: en la de la aconsejante y en la que aceptó el mal consejo y cometió el asesinato.
¡Ah! ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película de la propia vida, señores! ¡Cuántos pecados ajenos que resulta que son propios, porque con nuestros escándalos y malos consejos habíamos provocado su comisión por los demás!
Y no olvidemos, señores, que hemos de comparecer ante Aquel que, por causa de nuestros pecados, murió crucificado en el Calvario.
Hay en la Sagrada Escritura una página preciosa, de un dramatismo sobrecogedor. Es el relato del encuentro de los hijos de Jacob con su hermano José, constituido virrey y superintendente general de todo Egipto. Aquel José a quien, por envidia, habían vendido a aquellos mercaderes madianitas. Como sabéis por la Historia Sagrada, los mercaderes se lo llevaron a Egipto y pasaron sobre él todas aquellas vicisitudes tan emocionantes, hasta que llegó a ser el virrey de Egipto, el privado del Faraón, el dueño de las vidas y haciendas de todos los ciudadanos. Y cuando llegan aquellos años de carestía y de hambre anunciados por José al interpretar los sueños del faraón, y los hermanos de José, por orden de su padre Jacob, llegan a Egipto a comprar trigo, porque en Israel se morían de hambre, y en Egipto había trigo en abundancia, José les reconoció al punto. Y cuando después de aquellos incidentes preliminares dramáticos, que es preciso leer directamente en el Sagrado Texto, se decide José a darse a conocer a sus hermanos, y les dice, por fin, rompiendo en un sollozo: “Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis. ¿Vive aún mi padre Jacob?” Dice la Sagrada Escritura que sus hermanos “no pudieron contestarle, pues se llenaron de terror ante él” (Gén, 45, 3). No pudieron responderle, porque cuando vieron que estaban delante de José, a quien habían vendido criminalmente y que ahora era el amo de Egipto y podía ordenar que les matasen a todos, fue tal el terror que se apoderó de ellos, que la voz se les anudó en la garganta y no acertaron a pronunciar una sola palabra.
¡Ah, señores! Cuando estas gentes que ahora, colocándose al margen de toda moral, de toda preocupación religiosa, ríen a carcajadas por los caminos del mundo, del demonio y de la carne, burlándose de los Mandamientos de la Ley de Dios y vendiendo a Cristo, como los hijos de Jacob vendieron a su hermano José; cuando en el momento en que su alma se separe del cuerpo comparezcan intelectualmente delante de ese mismo Cristo, a quien traicionaron y vendieron como precio de sus desórdenes, y cuando oigan que les dice: “Yo soy Cristo, vuestro hermano mayor, a quien vosotros crucificasteis”. ¡Ah, señores!, el terror más horrendo se apoderará de ellos, pero entonces será ya demasiado tarde. Un momento antes, mientras vivían en este mundo, estaban a tiempo todavía de caer de rodillas ante Cristo crucificado y pedirle perdón. Pero si llega a producirse la muerte real, si el alma se separa del cuerpo sin haberse reconciliado con Dios, eso ya no tiene remedio para toda la eternidad.
La sentencia del juicio, señores, será irrevocable, definitiva. Por dos razones clarísimas:
La primera, porque la habrá dictado el Tribunal Supremo de Dios. No hay apelación posible. En este mundo, cuando un tribunal inferior da una sentencia injusta, el que se cree perjudicado puede recurrir al tribunal superior. ¡Ah!, pero si la sentencia la da el Tribunal Supremo, se acabó, ya no se puede recurrir a nadie más. Este es el caso de la sentencia de Dios en el juicio particular.
La segunda razón es también clarísima. Sólo cabe el recurso contra una sentencia injusta. Ahora bien: en el juicio particular, el alma verá y reconocerá rendidamente que la sentencia que acaba de recibir de Dios es justísima, es exactamente la que merece. No cabe reclamación alguna.
Y esa sentencia justísima e inapelable será de ejecución inmediata. Es de fe, lo ha definido expresamente la Iglesia Católica. El Pontífice Benedicto XII definió en 1336 que inmediatamente después de la muerte entran las almas en el cielo, en el purgatorio o en el infierno, según el estado en que hayan salido de este mundo. En el acto, sin esperar un solo instante.
Y no es menester que nadie le enseñe el camino; ella misma se dirige, sin vacilar, hacia él. Santo Tomás de Aquino explica hermosamente que así como la gravedad o la ligereza de los cuerpos les lleva y empuja al lugar que les corresponde (v. gr., el globo, que pesa menos que el aire que desaloja, sube espontáneamente a las alturas; un cuerpo pesado se desploma con fuerza hacia el suelo); de modo semejante, el mérito o los deméritos de las almas actúan de fuerza impelente hacia el lugar del premio o del castigo que merecen, y el grado de esos méritos, o la gravedad de sus pecados, determinan un mayor ascenso o un hundimiento más profundo en el lugar correspondiente.
Vale la pena, señores, pensar seriamente estas cosas. Vale la pena pensarlas ahora que estamos a tiempo de arreglar nuestras cuentas con Dios.
En nuestro Museo del Prado, de Madrid, hay un cuadro maravilloso del pintor vallisoletano Antonio de Pereda que representa a San Jerónimo haciendo penitencia en el desierto. Está desnudo de cintura para arriba. En su mano izquierda sostiene una tosca cruz, que se apoya sobre el libro abierto de las Sagradas Escrituras. Y, apoyándose con su brazo derecho sobre una roca, escucha el Santo con gran atención el sonido de una misteriosa trompeta enfocada a sus oídos. Es la trompeta de Dios, que, al fin del mundo, convocará a los muertos para el juicio final. San Jerónimo se estremecía al pensar en aquella hora tremenda, y como resultado de su meditación, se entregaba a una penitencia durísima, a un ascetismo casi feroz.
A nosotros no se nos pide tanto. No se nos exige que nos golpeemos el pecho desnudo con una piedra, como hacía San Jerónimo. Basta simplemente con que dejemos de pecar y tratemos en serio de hacernos amigos de Cristo, que será nuestro juez a la hora de nuestra muerte. Santa Teresa del Niño Jesús, que amaba a Cristo más que a sí misma, exclamaba llena de gozo: “¡Qué alegría, pensar que seré juzgada por Aquel a quien amo tanto!” Nadie nos impide a nosotros comenzar a saborear desde ahora tamaña dicha y felicidad.
En cambio, señores, el que está pisoteando la sangre de Cristo, el que prescinde ahora entre risas y burlas de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, sepa que tendrá también que ser juzgado por Cristo. Y entonces caerá en la cuenta, demasiado tarde, de que su tremenda equivocación no tiene ya remedio para toda la eternidad.
Señores: Estamos a tiempo todavía. Abandonemos definitivamente el pecado. Procuremos entablar amistad íntima con nuestro Señor Jesucristo, para que cuando comparezcamos delante de Él, de rodillas, con reverencia, ciertamente, pero al mismo tiempo con inmenso amor y confianza, podamos decirle: “¡Señor mío y Amigo mío, tened piedad de mí!”.
Estaba muriéndose Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, en el monasterio benedictino de Fosanova, en donde, sintiéndose gravemente enfermo, hubo de hospedarse cuando se encaminaba al Concilio II de Lyon. Pidió el Santo Viático, y cuando Jesucristo sacramentado entró en su habitación, no pudieron contener al enfermo los monjes que le rodeaban. Se puso de rodillas y exclamó, con lágrimas en los ojos: “Señor mío y Dios mío, por quien trabajé, por quien estudié, por quien me fatigué, de quien escribí, a quien prediqué: venid a mi pobre corazón, que os desea ardientemente como el ciervo desea la fuente de las aguas. Y dentro de unos momentos, cuando mi alma comparezca delante de Vos, como divino Juez de vivos y muertos, recordad que sois el Buen Pastor y acoged a esta pobre ovejita en el redil de vuestra gloria”.
Señores: Nosotros no podremos ofrecerle al Señor, a la hora de la muerte, una vida inmaculada, enteramente consagrada a su divino servicio, como se la ofreció Santo Tomás de Aquino, pero pidámosle la gracia de poderle decir con profundo arrepentimiento: “Señor: El mundo, el demonio y la carne, con su zarpazo mortífero, me apartaron muchas veces de Ti. ¡Ah, si ahora pudiera desandar toda mi vida y rectificar todos los malos pasos que di, qué de corazón lo haría, Señor! Pero siéndome esto del todo imposible, mírame con el corazón destrozado de arrepentimiento. Ten piedad de mí”.
Y nuestro Señor Jesucristo –no lo dudemos, señores–, en un alarde de bondad, de amor y de misericordia, nos abrazará contra su Corazón y nos otorgará plenamente su perdón.
Para asegurarlo más y más llamemos desde ahora en nuestro auxilio a la Reina de cielos y tierra, a la Santísima Virgen María, nuestra dulcísima Madre. Invoquémosla todos los días de nuestra vida con el rezo en familia del Santo Rosario, esta plegaria bellísima, en la que le pedimos cincuenta veces que nos asista a la hora de nuestra muerte. Que venga, en efecto, a recoger nuestro último suspiro y que Ella misma nos presente delante del Juez, de su divino Hijo, para obtener de sus labios divinos la sentencia suprema de nuestra felicidad eterna. Así sea.
IV
RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y JUICIO UNIVERSAL
Os hablaba ayer del juicio particular. De ese juicio que todos y cada uno de nosotros habremos de sufrir en el momento mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la película sonora y en tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a la luz del sol y en la oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia, juventud, edad viril y hasta en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio particular no basta. El hombre no es solamente una persona particular, sino también un miembro de la sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y solemne ante la faz del mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la simple razón natural, nos lo asegura terminantemente la fe. Al fin de los tiempos tendremos que comparecer todos juntos ante Dios en la asamblea más solemne y grandiosa que jamás habrán visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del juicio final se producirá otro hecho tremendo, que constituye también un dogma de nuestra fe católica: la resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos puntos que, a la luz de la teología católica, os voy a exponer brevemente en la presente conferencia: la resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos. Moriremos todos, pero no del todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra alma, nuestro pensamiento y nuestro amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio alguno sobre el alma.
Cuando el leñador, con los golpes de su hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que anidaba en sus ramas emprende el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque tiene vida propia, independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en el que estaba circunstancialmente posado.
Algo parecido ocurrirá con nuestra alma. Cuando la guadaña de la muerte derribe por el suelo el viejo árbol de nuestro pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad, porque tiene vida propia y no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como decíamos ayer, comparecerá delante de Dios y será juzgada. Nuestro cuerpo, mientras tanto, convertido en cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la palabra cementerio, señores, porque, cristianamente considerada, no puede ser más bella, ni más dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la palabra cementerio? Proviene del griego “koiméterion”, que significa dormitorio, lugar de reposo, lugar de descanso.
¡Ah!, en los cementerios los muertos, en realidad, están dormidos. Están durmiendo nada más, porque la muerte, que no afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del cuerpo de una manera definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la resurrección de la carne. ¡Los muertos están dormidos nada más!
Los cristianos deberíamos visitar con frecuencia los cementerios. Es una meditación estupenda, que eleva el corazón y el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella tranquilidad del cementerio; aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales, cargados de luz y de esperanza; aquellos cipreses que se yerguen hacia el cielo, señalando la patria de las almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con la melancolía enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra cementerio no tiene que asustar a nadie; es una palabra dulce, entrañablemente cristiana: es el dormitorio.
No empleéis nunca la palabra “necrópolis”, que prefiere la impiedad actual. La palabra necrópolis significa ciudad de los muertos, y eso no es verdad. El cementerio no es la ciudad de los muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores, he experimentado esta verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y dulzura al mismo tiempo como visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes dominicos españoles, que estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la Ciudad Eterna, acudimos un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para celebrar la santa Misa junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha ya nuestra piedad, un guía hispanoamericano –hablaba perfectamente el español– nos acompañó por aquellos vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por todas partes los huesos de aquellos cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la Iglesia, en la época terrible de las sangrientas persecuciones. Y al llegar a un recodo, por encima del cual se filtraban, a través de una claraboya, las primeras luces del amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al mismo tiempo que decía: “Oigan, Padres, oigan el silencio”. Escuchamos con atención, y efectivamente, no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el guía: “Duermen, duermen. ¡Ya despertarán!”
Este es el sentido católico del cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio. Duermen, pero despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la trompeta, lo dice el apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –aclara el evangelista San Juan– será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: “Levantaos, muertos, y venid a juicio”. E inmediatamente se producirá el hecho colosal de la resurrección de la carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este sentido tenemos seguridad absoluta de que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede fallar, ya que se apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el hecho de la resurrección de la carne que de cualquier verdad matemática o metafísica de evidencia inmediata. El dato de fe no puede fallar. Pero como la fe nunca contradice a la razón, y la razón nunca puede contradecir a la fe, los teólogos han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón natural, que muestran la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la resurrección universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales argumentos.
Los principales son tres, que Santo Tomás de Aquino expone con la maestría sin igual que le caracteriza. Os voy a hacer un resumen de su magnífica argumentación.
En primer lugar hay un argumento ontológico, de alta envergadura metafísica: por ser el alma la forma sustancial del cuerpo.
Señores: El alma es una sustancia incompleta, y el cuerpo también. Han sido creados y formados la una para el otro, para completarse mutuamente constituyendo la persona humana. El alma dice una relación trascendental hacia su propio cuerpo, una especie de exigencia del mismo, y el cuerpo encuentra en su propia alma el complemento adecuado que necesita para vivir. Son dos sustancias incompletas, repito, que al juntarse y unirse vitalmente constituyen la persona humana. Al separarse se produce un estado de violencia, un estado antinatural o, por lo menos, no natural, como decimos en filosofía. Hay una tendencia del alma hacia el cuerpo, y, en cierto modo, del cuerpo hacia el alma, porque se necesitan y complementan mutuamente. El cuerpo separado del alma no es una persona humana, es un cadáver, y el alma separada del cuerpo tampoco es persona humana. La persona humana resulta de la unión sustancial del alma y del cuerpo, de suerte que, al separarse el alma del cuerpo, queda rota nuestra personalidad. El alma sin el cuerpo está incompleta, le falta algo. Por consiguiente, la sabiduría infinita de Dios, que ha puesto en el alma esta tendencia trascendental a su propio cuerpo, debe reunir otra vez esos elementos que Él ha creado para que vivan juntos. He ahí una razón estrictamente filosófica, ontológica, natural. En virtud de la relación trascendental del alma hacia su propio cuerpo es convenientísimo que sobrevenga la resurrección de la carne. Una vez más, la razón confirma el dato de fe.
El segundo argumento es de tipo moral. El cuerpo ha sido instrumento del alma para la práctica de la virtud o del vicio. ¡Cuánta mortificación exige la práctica del Evangelio, la auténtica vida cristiana! El cuerpo tiene tendencias que tiran hacia abajo; la virtud, exigencias que tiran hacia arriba. Y ese contraste, ese antagonismo de las dos tendencias, produce una lucha terrible, que describe dramáticamente el apóstol san Pablo. Para practicar la virtud hay que hacer un gran esfuerzo. Hay que mortificar continuamente las tendencias malsanas del cuerpo. Y es muy justo que el cuerpo que en la práctica de la virtud ha tenido que mortificarse tanto resucite para recibir el premio que le corresponde. En realidad fue el alma la que luchó y triunfó con la práctica de la virtud, pero el cuerpo fue el instrumento del que ella se valió para practicar sus actos más heroicos. Es justo que también el instrumento reciba su premio correspondiente.
El mismo argumento vale para reclamar y justificar la resurrección del cuerpo de los condenados, ese cuerpo que fue instrumento de tantos placeres prohibidos por Dios. La inmensa mayoría de los pecados que cometen los hombres tienen por objeto satisfacer las exigencias de su carne, gozar de los placeres prohibidos. En realidad fue el alma la que cometió formalmente el pecado, pero lo hizo empujada, y casi obligada, por las exigencias desordenadas del cuerpo. Justo es que, a la hora de la cuenta definitiva, resucite el cuerpo pecador para que reciba también su correspondiente castigo. No puede ser más lógico ni natural.
Hay, finalmente, un argumento teológico de gran envergadura. Está revelado por Dios que Cristo triunfó plenamente de la muerte (1 Cor 15, 55). Triunfó de ella, en primer lugar, resucitándose a Sí mismo, gloriosamente, al tercer día después de su crucifixión y muerte. Y tiene que triunfar de ella también en todos sus redimidos, buenos y malos. Porque es de fe, señores, que Cristo murió por todos, no solamente por los predestinados. Y como la muerte es una consecuencia del pecado, y Cristo vino a destruir ese pecado, es preciso que la muerte sea vencida en todos sus redimidos, buenos o malos, ya que este triunfo sobre la muerte corresponde a Cristo como Redentor de todo el género humano, independientemente de los méritos o deméritos de cada hombre en particular.
Estos argumentos, como se ve, manifiestan la alta conveniencia de la resurrección de la carne a la luz de la simple razón natural, pero nuestra fe no se apoya en estos argumentos de razón, aunque sean tan claros, tan profundos y tan convincentes, sino en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. El cielo y la tierra pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás. Podemos estar bien seguros de ello.
Y ¿sabéis cómo resucitaremos, señores?
Maravillosa la teología de la resurrección de la carne. En primer lugar, resucitaremos con nuestros propios cuerpos, los mismos que ahora tenemos. Está definido por la Iglesia. Inocencio III impuso a los valdenses la siguiente profesión de fe: “Creemos de corazón y confesamos con la boca la resurrección de esta misma carne que ahora tenemos, y no otra”. La Iglesia ha repetido reiteradamente semejante rotunda afirmación.
Señores: Es como para echarse a reír que alguien, en nombre de una pretendida filosofía o de una seudociencia trasnochada, se empeñe en poner obstáculos a la resurrección del mismo cuerpo numérico que ahora tenemos. Es como para echarse a reír o, quizá mejor, para tener compasión de la estupenda ignorancia que con ello se pone de manifiesto. ¿Qué es más fácil, señores, sacar una cosa absolutamente de la nada, produciendo el ser en toda su integridad, sin ninguna materia preexistente, como ocurrió al principio del mundo con el acto creador, o recoger nuestras propias cenizas, que son algo tangible y existente, aunque el viento las haya dispersado a los cuatro puntos cardinales? ¡Si para Dios es ésta la cosa más sencilla del mundo!
Fijaos lo que ocurre con un electroimán. Aplicado a un montón de basura no recoge, no atare hacia sí nada más que las limaduras de hierro; las selecciona instantáneamente y las atrae hacia sí, dejando intacto todo lo demás. Algo parecido ocurrirá con la resurrección de la carne. El electroimán poderosísimo de la omnipotencia divina atraerá desde los cuatro puntos cardinales, dondequiera que el viento las haya dispersado, nuestras propias cenizas y reconstruirá instantáneamente nuestro mismo cuerpo. El mismo numéricamente, el mismísimo que ahora tenemos, aunque adornado de espléndidas prerrogativas, como os explicaré en una de mis próximas conferencias.
Señores: La química moderna ha logrado desintegrar el átomo. Pero desde mucho atrás sabíamos ya que dentro del átomo existe todo un verdadero sistema planetario. Millones y millones de electrones, que, girando vertiginosamente en trillonadas de revoluciones por minuto, nos dan la sensación de la materia continua, cuando en realidad no existe más que la materia discreta, o discontinua. El mundo de la materia se reduce a combinaciones de electrones. No existe más que electricidad; lo demás son meras ilusiones ópticas. En un pedazo de madera, que parece compacto y continuo, hay trillonadas de elementos ultramicroscópicos, que están dando vueltas vertiginosamente, a velocidades fantásticas, dándonos la sensación de una cosa continua, cuando en realidad no hay más que una danza gigantesca de electrones.
En el mundo de la materia no hay más que electrones. La diversidad específica de las cosas materiales que nos rodean obedece al distinto modo de combinarse esos elementos tan simples. En el mundo de la materia no hay más que electrones y combinaciones de electrones.
Ahora bien: la omnipotencia de Dios, que supo sacar de la nada todos esos electrones, ¿no podrá volverlos a reorganizar en una determinada forma, aunque estén dispersos los que pertenecían a nuestro propio cuerpo por los cuatro puntos cardinales del universo?
Repito, señores. Es como para echarse a reír ver a tantos pseudosabios racionalistas poniendo dificultades, desde el punto de vista científico, a una simple y sencilla reorganización de la materia, que es lo único que se requiere para que se produzca el hecho colosal de la resurrección de la carne.
No vale objetar que esa reorganización instantánea de la materia no envolvería dificultad alguna si una misma y determinada materia hubiera pertenecido únicamente a una sola y determinada persona sin pasar jamás a otra, pero es del todo imposible cuando ha formado parte de varias personas distintas, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los antropófagos.
No se sigue inconveniente alguno de este hecho. Porque, como explica Santo Tomás, para que se resucite el mismo cuerpo numéricamente no se requiere que se integre a él toda la materia que lo constituyó anteriormente. Basta con que se recupere la suficiente para salvar la identidad numérica, supliendo la divina potencia lo que falte. Pues aun en este mundo vemos que el niño va creciendo y desarrollándose –cambiando totalmente o en parte grandísima, la materia corporal que lo constituye–, sin que deje de tener siempre el mismo cuerpo.
Sin duda alguna que la resurrección de la carne constituirá un gran milagro, que trasciende en absoluto las fuerzas de la simple naturaleza. Pero la omnipotencia divina lo realizará con suma facilidad y sencillez. Para el que supo sacar de la nada todo cuanto existe al conjuro taumatúrgico de su palabra creadora, no puede ofrecer dificultad alguna la simple reorganización de una materia ya existente, aunque el viento la haya dispersado por el mundo.
La segunda cualidad de los cuerpos resucitados será la integridad perfecta. Ello quiere decir que resucitará sin los fallos y deficiencias que acaso tuvieron en este mundo deformidades, falta de algún miembro, etcétera.).
Y ¿por qué así? Santo Tomás expone tres argumentos de alta conveniencia: Porque la resurrección será obra de Dios, que nunca hace las cosas imperfectas; porque es conveniente que los buenos reciban en la integridad de su cuerpo la plenitud del premio, y los malos, la plenitud del castigo; y porque deben resucitar todos los miembros que el alma tenga aptitud natural para informar, con el fin de que no quede manca, o imperfecta, esa tendencia natural.
Resucitaremos íntegros. Y según una opinión probable, compartida por gran número de teólogos y de Santos Padres, los bienaventurados resucitarán en plena edad juvenil, porque Cristo –modelo de los resucitados gloriosos– resucitó joven, en la plenitud de su vida, y porque la juventud es la edad más hermosa de la vida y es conveniente que los eternos moradores del cielo resuciten con un cuerpo hermosísimo, en el que brillen todos los encantos de una perpetua y radiante primavera. Repito, sin embargo, que esto no es un dato de fe, sino sólo una opinión teológica muy bella y razonable.
Sublime el dogma de la resurrección de la carne. Pero terriblemente trágico lo que ocurrirá inmediatamente después de producirse ese hecho. La asamblea de todos los resucitados, buenos y malos, comparecerá delante de Cristo Juez para la celebración del tremendo drama del juicio universal, en el que vamos a meditar unos instantes.
Ha sido el mismo Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles la escena del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable. Son datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa cruz, acaso la misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre las nubes con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los hombres del mundo, los buenos y los malos, los bienaventurados y los condenados. Tendrán que ponerse de rodillas ante Cristo glorioso los que en este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le clavaron en la cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta los mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para su mayor vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la separación tremenda y definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi cuenta. Escuchad las palabras mismas del Evangelio:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles...”
E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil. 2, 7-11).
Es necesario, en efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y, a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente: “¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados..., y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo, señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y escarnecida, suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y conocidos, que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene una explicación clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común. Ha sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo triunfarán siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica de la infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de escucharme un momento.
No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo poco bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es cosa clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda la eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y como los buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a castigarles en esta vida lo poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles totalmente, o en parte, las terribles purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal de que un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral, etc., triunfe en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis envidia por sus triunfos, tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para toda la eternidad! Dios le está premiando en este mundo lo poquito bueno que tiene y le reserva para el otro el espantoso castigo que merece para toda la eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que triunfan, tenedles profunda compasión!
En cambio, no tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos que en este mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien, una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las claras que Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas faltas y flaquezas para darles después el premio espléndido de sus virtudes en la eternidad bienaventurada.
Los Santos, señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de lo alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá Dios les quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban, reservando para el otro el castigo de los muchos defectos que su humildad multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario: cuando el mundo les perseguía, cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para darle rendidas gracias a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo, por toda la eternidad.
Esto que los Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que aparezca con la misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el fracaso de los buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que verdaderamente han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos casos particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen, virtudes heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya otro segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la inocencia ultrajada de los justos.
Y, al contrario, ¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los más vulgares malhechores! El caballero “intachable” que tenía tratos con una mujer que no era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por comerciante “inteligente”; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como modelo y ejemplar de buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con edificante piedad después de haberse callado, a sabiendas, un pecado grave en la confesión; los crímenes conyugales perpetrados en el seno del hogar al amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día de la cuenta definitiva.
Y los pecados colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las injusticias sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios permite tamañas monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en el que Dios mismo echará abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas enmascarados y pronunciará el anatema eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son, señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra fe, sin embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de Jesucristo. Lo ha revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer en él todos los hombres del mundo, sin excepción.
Pero todavía concretó mucho más Nuestro Señor Jesucristo en el anuncio y descripción del juicio final. Se dignó revelarnos, con todo detalle, la sentencia misma que pronunciará en aquella tremenda asamblea mundial. Hela aquí, tomada textualmente del Evangelio:
“Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme”.
Y le responderán los justos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”
Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis”.
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”.
Entonces, ellos responderán, diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?” Él les contestará diciendo: “En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”.
E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna”. (Mt 25, 34-46).
Señores: esto es dogma de fe, son palabras de Cristo, no son opiniones inventadas por los teólogos, no son “cosas de curas y de frailes”, como dicen insensatamente los incrédulos. Son cosas de Cristo, están en el Evangelio, se cumplirán al pie de la letra.
Es conveniente, señores, que meditemos un poco en el verdadero significado y alcance de esa fórmula divina del juicio universal.
Sería un error pensar que en el juicio final se nos examinará exclusivamente sobre la práctica de las obras de caridad. Es cosa clara e indiscutible, que tanto en nuestro juicio particular, como en el juicio universal, se nos juzgará acerca de todo el conjunto de la Ley de Dios, sin excluir ninguno de sus mandamientos. Pero no olvidemos que, en cierta ocasión, los escribas y fariseos preguntaron al mismo Cristo: “Maestro, dinos: ¿Cuál es el primero y más importante de los preceptos de la Ley? Y Jesucristo contestó, sin vacilar: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas” (Mt 22, 35-40).
Con esta respuesta, Cristo quiso poner de manifiesto que, ante todo y sobre todo, la ley evangélica es una ley de caridad. Por eso aludirá a ella especialísimamente en la fórmula del juicio universal. Se nos examinará, sin duda alguna, de toda la ley y los profetas; pero, ante todo, y sobre todo, de la caridad, que es su resumen y compendio.
Se nos preguntará, principalmente, si hemos dado de comer al hambriento y de beber al sediento; si hemos visitado a los enfermos y presos; si hemos vestido al desnudo y hospedado a los peregrinos; si hemos enseñado al que no sabe, corregido al que yerra y dado buenos consejos al que los necesitaba; si hemos consolado al triste y hemos sufrido con paciencia los defectos de nuestros prójimos.
Señores, ante todo, y sobre todo, la caridad. Hay mucha gente que está completamente equivocada; son legión los que han falsificado el cristianismo. No sin alguna razón nos echan en cara por esos mundos de Dios a los católicos españoles que hemos falsificado el catolicismo, que lo hemos transformado en una serie de cofradías y capillitas, de procesiones y desfiles espectaculares, y nos hemos olvidado de la verdad, de la justicia y de la caridad. Esto es lo que habría que hacer, sin omitir aquello, como dice el Señor en el Evangelio. Todo aquello está muy bien. Benditas cofradías, benditas procesiones, benditos escapularios y medallas. Pero esto sólo, ¡no! Esto sólo, no es el catolicismo.
El catolicismo es, ante todo, y sobre todo, caridad, amor, compenetración íntima en Cristo de los de arriba y de los de abajo y de los del medio: “Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer; todos sois uno en Cristo” (Gal 3, 28).
Este es el verdadero cristianismo. Ante todo, y sobre todo, caridad. Que hay muchos cristianos, señores, que pertenecen a todas las cofradías, que andan cargados de escapularios y de medallas y no tienen caridad. Y cometen con ello un gravísimo escándalo, porque hacen odiosa la religión a los fríos e indiferentes y esterilizan la sangre de Cristo sobre tantos y tantos desgraciados.
Señores: ante todo, y sobre todo, la caridad. La salvación del mundo, la salvación de esta sociedad pagana y alejada de Dios, no podrá venir de otra manera que por una auténtica y desbordada inundación de caridad por parte de todos los católicos del mundo. Mientras no practiquemos la caridad no seremos auténticamente cristianos, no podremos llevar al mundo el auténtico mensaje de Cristo. La caridad por encima de todo.
¡Ah!, pero no olvidemos que la caridad, la reina de todas las virtudes, no puede venir en suplencia de la justicia, otra virtud fundamentalísima. La caridad no puede ser el paliativo que encubra los fraudes de la justicia, sobre todo de la social; tiene que venir a completarla, a darle su último toque, su esplendor y su brillo cristiano. Hay que practicar la justicia social en la forma proclamada en estos últimos tiempos por los grandes Papas, Vicarios de Cristo en la tierra. El obrero, el trabajador tiene derecho a comer, no en plan de limosna, no en plan de caridad: en plan de estricta justicia social. El obrero, señores, por su mera condición de persona humana, por el solo hecho de haber nacido, tiene derecho a percibir –a base de su trabajo– el jornal suficiente para vivir él, su mujer y sus hijos.
La doctrina social de la Iglesia está bien clara: salario familiar, participación en los beneficios de la empresa, introducción progresiva en el contrato de trabajo de elementos del contrato de sociedad. Y el empresario, el patrono, que pudiendo incorporar esta doctrina a su empresa o negocio –aunque sea, naturalmente, disminuyendo sus pingües ganancias– no lo hace, es un mal católico y está quebrantando uno de sus más gravísimos deberes.
Claro está que el obrero tiene, por su parte, la obligación de trabajar. Porque es preciso reconocer que se está abusando demasiado al proclamar exclusivamente los derechos de los obreros, sin hablarles jamás de sus deberes. Es preciso proclamar bien alto que los obreros tienen derechos indiscutibles por exigencia de la ley natural: tienen derecho al salario suficiente, tienen derecho a comer. ¡Pero tienen también obligación de trabajar! No es lícito boicotear a la empresa, dejar de trabajar y exigir un salario individual o familiar que no se ha ganado honradamente con el trabajo estipulado. ¡Que trabaje el obrero y que el patrono le dé el salario que necesita para atender a sus necesidades! Los dos tienen que cumplir sus deberes para que puedan reclamar sus derechos. Eso es lo que pide y exige la justicia más elemental y hasta la verdadera caridad cristiana.
¡Ah, si practicáramos todos la verdadera justicia social, completada por la más entrañable caridad cristiana! ¡Qué pronto cambiaría la faz del mundo! Serían imposibles los conflictos sociales, los cataclismos internacionales, la amenaza continua de la guerra.
Cumplidas todas las exigencias de la justicia social, todavía queda un amplio margen para la caridad cristiana. ¡Cuántos sufrimientos y dolores se pueden aliviar, cuántas lágrimas enjugar con el pañuelo de la caridad cristiana!
¡Ricos que me escucháis! Tenéis en vuestras manos un gran instrumento de salvación. Utilizad esas riquezas para granjearos amigos en el cielo, como dice Nuestro Señor en el Evangelio. Utilizad esas riquezas para practicar, con mano espléndida, la limosna al necesitado, como pide la caridad cristiana. Justicia social, sin duda alguna; pero ella sola no basta. La justicia puede mitigar las luchas sociales, pero nunca podrá realizar la unión de los corazones. Es preciso completar la justicia con la caridad cristiana. Y entonces, sí, señores. Cuando los de arriba y los de abajo y los del medio practiquemos la gran virtud, de la que están pendientes toda la ley y los profetas, seremos auténticamente cristianos y alcanzaremos, en el juicio final, la dicha inefable de estar a la derecha de Jesucristo para oír de sus labios divinos la sentencia suprema que habrá de hacernos felices para toda la eternidad. Así sea.
V
EL CASTIGO DEL CULPABLE
Os expuse ayer, a la luz de la teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la resurrección de la carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a aquella escena tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad, que tendrá lugar al fin de los siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo, sentencia de bendición para los buenos: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que está preparado para vosotros”, y sentencia de maldición para los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.”
No podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día de estas conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será una conferencia llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde, señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la caridad, de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los otros, y otros temas semejantes.
Son temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma parte del depósito sagrado de la divina revelación.
Señores: La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos, el dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos, con su autoridad infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.
El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de la revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana. Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara y más evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Este es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas Iglesias de Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus dogmas. Ya creen esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya rechazan lo que antes aceptaron, sin más norte ni guía que el capricho del “libre examen”. Y así, se da el caso pintoresco, señores, de que ciertas sectas protestantes que se separaron de la Iglesia Católica principalmente por no admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no es eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina ironía, José de Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no admitir el purgatorio, vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el purgatorio. Es que el error, señores, conduce, lógicamente, a los mayores disparates.
La Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo mantenga intacto, sin alterarlo en lo más mínimo.
El dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo primero, la existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin del mundo.
Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse hoy.
Por de pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. “La Divina Comedia”, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del infierno son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice nada de eso. Rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma católico en torno a la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.
En primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente ante nosotros, nos dijera: “Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más allá”, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se atrevería ya a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda la humanidad?
Señores: los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en la cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas condiciones de autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa y exigente.
No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno. Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia. Nuestra fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más inconmovible. Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy decir quién es.
Trasladémonos con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo que conoció la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de Dios en la tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el cristianismo enlaza legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: “Por el Dios vivo te conjuro que nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.” Y aquel preso maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: “Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores: nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido jamás a decir: “Yo soy el Hijo de Dios”, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá. Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito atrevimiento de hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de decirlo, ha tenido también la infinita audacia de demostrarlo. Una serie de pruebas aplastantes, absolutamente infalsificables, han puesto la rúbrica divina a esa tremenda afirmación: “Yo soy el Hijo de Dios.” ¿Queréis que recordemos unas cuantas?
Un día se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó. Y a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y preguntó: “¿Qué pasa?” “Es Jesús de Nazaret que se acerca”, le contestaron. Y al instante, el pobre ciego comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!” Y alargando las manos, que son los ojos del ciego, buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le pregunta Jesús con dulzura: “¿Qué quieres?” ¡Pobrecito, qué iba a querer! “Señor, que vea.” Y Jesús pronuncia una sola palabra: “Quiero.” Y al instante se abren los ojos del ciego y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio óptico, corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas en los ojos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Y extendiendo Él su mano, le toca diciendo: “Quiero, sé limpio.” Y en el acto la carne podrida del leproso se vuelve fresca y sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5, 12-13).
Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso! El bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos y adelantos de la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola palabra: “Quiero”, y al momento desapareció la lepra.
Otro día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: “Dadles de comer.” Pero ellos le respondieron: “No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.” Él les dijo: “Traédmelos acá.” Y alzando sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus discípulos, y estos, a la muchedumbre.
Y comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Y Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece.” Y al instante se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron asustados: “¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 34-41).
Otro día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro día...
¿Para qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades, con las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y Señor de todo.
Pero hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Señores: en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte real: la putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza a descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima, científicamente segura.
Recordemos ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo de Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al Maestro, diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo”. Jesucristo no acude enseguida; deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: “Señor: si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”, Jesús le dice: “Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá”. Se dirige al sepulcro, seguido de una gran muchedumbre. Y ordena: “Quitad la piedra”. Y al instante perciben todos el hedor pestilencial del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al cielo, pronuncia estas palabras: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que Tú me has enviado”. Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y al instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.
Señores: el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en nombre propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le invoca no para pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los que le rodean crean que ha sido enviado por Él.
Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el cielo, cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta del Eterno Padre, que exclamaba: “Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo puestas mis complacencias”. (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe perfectamente lo que hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio que existe el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. “Que venga alguien del otro mundo a decirlo”. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando la existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se les antojen a los incrédulos.
¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”. Si caes de ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe.
No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: “Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror”. (Prov 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!” (Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.
El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él.
El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno.
Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres: lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos pena de sentido y la eternidad de ambas penas. Ahí tenemos toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son circunstancias accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.
Señores: maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por partes.
Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy oyendo la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible que hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé prescindir muy bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De manera que si lo más terrible que me voy a encontrar en el infierno es que allí no tendré a Dios, ya puede enviarme allá cuando le plazca”.
¡Pobrecito! No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento, que puede ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.
Te gusta la belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en forma de mujer...
Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más allá.
Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada de todas las revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?
Pues mira: todas esas cosas no son más que “gotitas” de una felicidad efímera, que no llena el corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por experiencia!
Ahora bien: en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del cuerpo, aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad, que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y de alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de perro rabioso, trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles palabras: “¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para siempre, para siempre, para toda la eternidad.
Dios, señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.
Pero, me diréis: “Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”
De ninguna manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia que, poseyéndole, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberle ofendido en este mundo.
El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal, según nos encuentre en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de Dios, la muerte nos fosilizará en el bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos arrepentirnos jamás.
El condenado tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no solamente no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo, señores, que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os decía que Dios actúa sobre el condenado como un electroimán incandescente: le atrae y le quema al mismo tiempo. No podemos formarnos idea, acá en la tierra, del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados.
Y luego viene la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia, comparada con la de daño. Es la pena del fuego. Yo no sé, señores, porque la Iglesia Católica no lo ha definido expresamente, si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el fuego de la tierra: no lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la Sagrada Penitenciaría Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que preguntó qué tenía que hacer con un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si se tratase únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría contestó que ese penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y si después de la debida instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había que negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del infierno es un fuego real, no metafórico, aunque no podemos precisar si es o no de la misma naturaleza que el fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy distintas, porque el fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.
Me acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de Santander. Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la catástrofe económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo con el fin de hacer salir las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho en salir y el incendio crecía por momentos, el padre del muchacho quiso lanzarse también, ya no por las vacas, sino por sacar a su hijo que iba a perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De pronto, el muchacho salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de cabeza a una poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras mortales, gritaba espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión, confesión, que me quemo; confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir el Viático murió retorciéndose con terribles dolores.
Señores: yo no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra, pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los condenados para toda la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Las cosas son así, aunque nos resulten incómodas y molestas.
Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera característica: su eternidad. El infierno es eterno.
¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado.
Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez definitivamente.
Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.
La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses, ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.
¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de céntimos!
Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno seguirá petrificado.
Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.
Pero, quizá me digáis: “Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema. Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios, proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta”.
Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con toda mi alma porque lo ha revelado Dios.
Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?
Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: “¿Qué estás haciendo, pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero, ¿no ves que eso es imposible?” “Más imposible todavía es que tú puedas comprender el misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede caber en tu cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño, sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran lección.
Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e indiscutibles.
Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco. Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción, alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción: la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la humanidad.
Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica, esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza!
Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una falta evidente de honradez.
“¿Pero no es Dios infinitamente misericordioso?”
¿Lo preguntas tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil? ¿Cincuenta mil? ¿Y todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no sabes que si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al infierno para toda la eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente misericordioso espera con tanta paciencia que se arrepienta el pecador y le perdona en el acto, apenas inicia un movimiento de retorno y de arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y humillado. No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente, obstinadamente, durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza definitivamente a Dios, sería el colmo de la inmoralidad echarle a Dios la culpa de la condenación eterna de ese malvado y perverso pecador.
No puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: “Está bien que se castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el futuro, ¿por qué crea a los que sabe que se han de condenar?”
Señores: esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que todos los hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo crucificado para quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios quiere que todos los hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la seriedad que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la inmoralidad sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que se iba a condenar. Señores: el colmo de la inmoralidad.
Es ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también con infinito amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en poner objeciones al dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible realidad– procuremos evitarlo con todos los medios a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.
En realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin trascendencia alguna.
¡Muchacho, estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder las vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.
¡Millonario que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una miseria vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.
Tú, el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a encontrar.
Y tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame. Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.
La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda ponderación y encarecimiento!
¡Que se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad, la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente seria: la salvación del alma.
Estamos a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.
¡Pobre pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos mandamientos, fíjate bien: si quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una larga caminata; te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más íntimo del alma este grito de arrepentimiento: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!” Yo te garantizo, por la sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen ladrón, la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: “Hoy mismo, al caer la tarde, al final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso”.
Pero para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó instituido en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón. Basta que hables unos pocos minutos con él. Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con inmensa caridad y dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo Cristo a través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. “Yo te absuelvo, vete en paz, y en adelante, no vuelvas a pecar”. Así sea.
VI
LA RECOMPENSA ETERNA
Hemos llegado, señores, al final de esta serie de conferencias cuaresmales. Como os anuncié ayer, en ésta mi última intervención, os voy a hablar del cielo. Voy a haceros un resumen de la teología del cielo, siguiendo, paso a paso, al Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, que interpreta maravillosamente, con su lucidez y profundidad habituales, los datos que nos proporciona la divina revelación en torno a la ciudad de los bienaventurados.
En nuestro lenguaje corriente y familiar, la palabra cielo la tomamos en sentidos muy diferentes. Los principales son tres: el atmosférico, el astronómico y el teológico. Vamos a echar un vistazo rápido a los dos primeros, para detenernos después en el tercero, que es el único que alude al cielo de nuestra fe.
El cielo atmosférico, señores, es uno de los espectáculos más bellos que podemos contemplar en este mundo. Cuando salimos a la calle en una mañana espléndida de primavera solemos exclamar entusiasmados: “¡Qué día más hermoso, qué cielo tan azul!”
Es cierto –lo sabíamos muy bien, aunque no nos lo hubiera recordado Argensola– que
...ese cielo azul que todos vemos
¡ni es cielo, ni es azul!
Cierto que no, Y, sin embargo, a pesar de que ese cielo azul que todos vemos no es el cielo de nuestra fe, algo nos dice y algo nos recuerda de él. Porque todo lo bello eleva el espíritu y le habla de la suprema y eterna belleza, de la cual las bellezas creadas no son sino huellas, vestigios, simples derivaciones y resonancias, a distancia infinita de la divina realidad.
¡Qué hermoso un amanecer en lo alto de una montaña! Allá en la provincia de Salamanca tenemos los dominicos un santuario famoso: el de Nuestra Señora de Peña de Francia. Situado en lo más alto de una ingente montaña, a mil setecientos metros de altura sobre el nivel del mar, se domina desde ella un panorama deslumbrador; pero nada iguala al espectáculo de la salida del sol en una tibia mañana del mes de agosto, sobre todo cuando el astro rey tornasola con reflejos inimitables aquel inmenso mar de nubes que se extiende en las estribaciones de la montaña cubriendo totalmente la hondonada del valle.
Otro espectáculo deslumbrador que nos proporciona el cielo atmosférico es una puesta de sol en la inmensidad del mar. En estos momentos me estoy acordando de las costas gallegas, de las rías de Pontevedra y de Vigo que tan maravillosamente describe Rosalía de Castro. Cuando al caer de una tarde veraniega, el sol se hunde poco a poco en el mar como para tomar un baño de placer, no hay pintor humano que pueda apoderarse con los colores de su paleta de aquella riquísima gama de colores, que el crepúsculo vespertino multiplica después con infinito alarde de matización.
Señores: el cielo atmosférico no es el cielo de nuestra fe. Y, sin embargo, nos habla, en cierto modo, de él, porque nos acerca a Dios, en cuya posesión y goce furtivos consiste el verdadero cielo.
Quizá más bello todavía, y desde luego mucho más impresionante que el cielo atmosférico, es el cielo de los astros: el llamado cielo astronómico. El espectáculo de una noche serena, cuajada de estrellas, es de los más deslumbradores que en este mundo cabe contemplar. Precisamente la contemplación de una noche estrellada arrancó a nuestro Fray Luis de León aquellas estrofas sublimes:
Morada de grandeza
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?
¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?
¡Ay!, despertad, mortales;
mirad con atención a vuestro daño.
Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
¿podrán vivir de sombras y de engaño?
Los Santos amaban la contemplación del firmamento tachonado de estrellas. Esos puntitos luminosos esparcidos por la inmensidad del firmamento como polvo de brillantes, les hablaban altamente de Dios. San Juan de la Cruz pasaba, con frecuencia, las noches contemplando extasiado las estrellas desde el ventanillo de su celda. San Ignacio de Loyola, contemplando una noche serena, desde la azotea de la casa profesa de Roma, les decía a sus hijos de la Compañía: “¡Oh, cuán vil me parece la tierra cuando contemplo el cielo!” A Santa Teresita del Niño Jesús le gustaba, ya desde pequeña, contemplar el cielo estrellado, donde le parecía ver escrito su nombre.
A simple vista se pueden contemplar de ocho a doce mil estrellas, según la potencia visiva del observador. Pero lo más admirable del cielo astronómico es precisamente lo que no se puede ver a simple vista: el número incalculable de las estrellas, su tamaño colosal, la formidable energía que en ellas se acumula, sus movimientos vertiginosos, las distancias fabulosas que las separan, la pasmosa organización de esa gigantesca maquinaria, que, cual reloj de maravillosa precisión, no se adelanta ni retrasa un segundo a todo lo largo de los siglos.
La Creación, señores, es un gigantesco reloj en movimiento. Con relación a otros astros, la tierra camina a paso de tortuga; y, recorriendo su elíptica alrededor del sol, camina nada menos que a 30 kilómetros por segundo. ¡Y es paso de tortuga!, porque algunas estrellas caminan a velocidades de miles de kilómetros por segundo. Y a esas velocidades fantásticas se entrecruzan en el espacio sin que se produzca jamás un choque ni la menor colisión.
Señores: un ilustre matemático francés, Moigno, nos dice que si se presentan dos cuerpos de diferentes tamaños, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, y los hacemos evolucionar el uno junto al otro, la ciencia puede organizar ese movimiento de tal manera que nunca tropiecen. Si son tres, el problema es ya de los más arduos. Si entran cuatro, la ciencia se declara en quiebra: no lo sabe organizar. Y, sin embargo, señores, millones y millones de estrellas y de astros, de diferente tamaño, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, andan dando vueltas, a velocidades vertiginosas, por la inmensidad del firmamento, entrecruzando sus elípticas, sin que se produzca jamás un choque, sin que estalle una catástrofe cósmica, sin que se perturbe en lo más mínimo “ese silencio imponente de los espacios infinitos” que asombraba a Pascal. Es el brazo omnipotente de Dios que está jugando con las estrellas como los niños con pompitas de jabón.
Asusta pensar en las distancias astronómicas que la ciencia moderna, con sus aparatos perfectísimos, ha logrado medir con admirable precisión. La estrella más cercana a nosotros es el Alfa de Centauro. No se ve en Europa, pero sí en América: está en el otro hemisferio. Es nuestra vecina, y, sin embargo, dista de nosotros más de cuatro años luz. Eso quiere decir que la luz, que camina a la espantosa velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, tarda más de cuatro años en llegar a nosotros. Si tuviéramos que recorrer esa distancia en un avión a la velocidad de 1.000 kilómetros por hora, tardaríamos en llegar al Alfa del Centauro, la estrella más cercana a nosotros, cerca de cinco millones de años. Y es nuestra vecina, señores. Está ahí, detrás de la puerta. Hay estrellas que distan de nosotros varios millones de años luz, que recorridos con el avión que acabamos de hablar arrojaría una cantidad fabulosa de millonadas de siglos. ¡Qué grandeza, qué inmensidad la de Dios, que desde el principio de la Creación viene sosteniendo y gobernando esos mundos inmensos sin cansancio ni menoscabo de su brazo omnipotente!
Y si del mundo de lo inmensamente grande pasamos al de lo inmensamente pequeño, nos encontramos con prodigios tan grandes o mayores todavía. Porque nos dice la ciencia astronómica, señores, que el sol, la estrella central de nuestro sistema planetario, está lanzando al espacio continuamente nada menos que 250 millones de toneladas de fotones –átomos de luz– por minuto. Pero que nadie se asuste creyendo que los días del astro rey están contados en virtud de esa pérdida enorme y continua de energía. Que nadie tema por la muerte del sol; porque, aunque es una estrella pequeñísima comparada con otras muchas estrellas del firmamento, es, sin embargo, tan grande, que puede permitirse el lujo de ir perdiendo cada minuto 250 millones de toneladas, al menos durante 200.000 siglos, según ha calculado la ciencia astronómica moderna.
¡Qué cosa tan grande es el cielo astronómico, señores! ¿Qué otra cosa puede darnos una idea tan impresionante de la inmensidad de Dios, que está jugando con todo eso, vuelvo a repetir, como los niños con pompitas de jabón? Con razón dice el salmo, aludiendo al cielo astronómico, que “los cielos cantan la gloria de Dios”.
Pero ese cielo tan deslumbrador no es nuestro cielo, no es el cielo de la fe. El cielo de la fe, la patria de las almas inmortales está incomparablemente más arriba todavía. Ya es hora de que comencemos a exponer la teología del verdadero cielo. Hasta aquí me he limitado a ambientar un poco la grandeza del cielo cristiano hablándoos del cielo de los astros; ahora voy a comenzar la explicación de la teología del cielo de las almas, del cielo sobrenatural que nos aguarda más allá de esta vida.
Para poner orden y claridad en mis palabras, voy a dividir mi exposición en dos partes. En la primera os hablaré de la gloria accidental del cielo; en la segunda, de la gloria esencial. Y en la gloria accidental, todavía voy a establecer un subdivisión: primero la gloria accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.
Vamos a empezar por lo de inferior categoría, por lo más imperfecto: la gloria accidental del cuerpo. Y os advierto, antes de comenzar la descripción del cielo teológico, que no voy a deciros absolutamente nada que no se apoye directamente en la divina revelación. No voy a proyectar ante vosotros una película fantástica, pero soñada. No son datos de una imaginación enfermiza o calenturienta; no son sueños de un poeta. Son datos revelados por Dios. Los podéis leer en la Sagrada Escritura: ¡los ha revelado Dios! Lo único que voy a hacer es daros la interpretación teológica de esos datos revelados, debida al genio portentoso del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino. Pero, fundamentalmente, lo que os voy a decir no lo ha inventado Santo Tomás ni ningún otro teólogo. Son datos revelados por Dios en las Sagradas Escrituras.
Decimos en teología, señores, y es cosa clara y evidente, que la gloria del cuerpo no será más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma. En la persona humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente secundaria. El alma puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo; el cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el alma.
En este mundo estamos completamente desorientados. Concedemos más importancia a las cosas del cuerpo que a las del alma. Se pone el cuerpo enfermo y le atendemos en el acto con medicinas y tratamientos y sanatorios y operaciones quirúrgicas, y todo lo que sea menester para recuperar la salud. Y son legión, señores, los que tienen enferma el alma, y quizá del todo muerta por el pecado mortal, ¡y ríen y gozan, y se divierten y viven completamente tranquilos, como si no les ocurriera absolutamente nada! ¡Qué aberración, señores! Cuando veamos las cosas a la luz del más allá, veremos que las cosas del cuerpo no tienen importancia ninguna; lo esencial es lo del alma, lo que ha de durar eternamente.
En el cielo funcionan las cosas rectamente. La gloria del cuerpo no será más que una redundancia, una simple derivación de la gloria del alma. El alma bienaventurada, incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya actualmente, en el momento de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse el hecho colosal de la resurrección de la carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza. Ocurrirá algo así como lo que pasa en un farolillo de cristales multicolores cuando encendemos una luz dentro de él: aparece todo radiante, lleno de luz y de colorido. El cuerpo, al resucitar, al ponerse en contacto con el alma glorificada, se pondrá también incandescente de gloria, lleno de luz y de hermosura, según el grado de gloria que Dios le comunique a través de su propia alma. Por eso os decía que la gloria del cuerpo será una simple consecuencia de la gloria del alma. Y sabemos por la Sagrada Escritura, porque lo ha revelado Dios, que el cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.
En primer lugar la claridad. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que “brillarán con esplendor del cielo” y que “resplandecerán eternamente como las estrellas” (Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que “los justos brillarán como el sol en el reino del Padre” (Mt. 13, 43).
Los cuerpos gloriosos serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo el cuerpo glorioso de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en el cielo–, quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.
El cuerpo humano, aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –pintores y escultores– de todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza del cuerpo humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el cuerpo humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una pornografía baja y desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos limpios y finalidad sana, el cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra, una verdadera obra de arte maravillosa. Pues, ¿qué será, señores, el cuerpo espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente que la del sol?
Dice Santa Teresa que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es “fea y apagada” comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor Jesucristo. Y añade que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no daña a la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.
La contemplación de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y millones de bienaventurados, será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que llenará, ya por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.
La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Consta también, expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: “Al tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral” (Sap 3, 7). Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. Digo casi, porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una millonésima de segundo, pero de ninguna manera en un solo instante, filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea absolutamente imperceptible, una millonésima de segundo si queréis. Pero ese tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo, instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo, el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remotísimo que esté. En esto consiste el dote maravilloso de la agilidad.
La tercera cualidad es la impasibilidad. Eso significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en una hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño. Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad del cuerpo glorioso. Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: “Ya no tendrán hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 16-17).
Pero aún hay otra cuarta cualidad: la sutileza. Dice el apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (1 Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia.
Muchos teólogos creen que, en virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una habitación sin necesidad de que le abran la puerta. Santo Tomás de Aquino –por el contrario– piensa que la sutileza no es otra cosa que el dominio total y absoluto del alma sobre el cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes. Es cierto, dice el Doctor Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, o entrar en una habitación sin necesidad de que les abran la puerta; pero eso será, no en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que estará totalmente a disposición de ellos.
Como se ve, para el caso es completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.
La Sagrada Escritura, señores, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero es indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces correspondientes. Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. Nada de esto dice la Sagrada Escritura, pero lo dice el simple sentido común.
De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto, señores, constituye la gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del cielo.
Mil veces por encima de la gloria del cuerpo, señores, está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no nos lo dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente.
¡La gloria del alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.
Empecemos por los goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras, cuando dos corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si ha de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien se encarga de separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos amigos, ¡qué desgarro experimenta el pobre corazón humano! Pero queda todavía la dulcísima esperanza: en el cielo se reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse jamás.
La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¿No lo recordáis? ¿No lo recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió vuestro padre, o vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura más grande de vuestra vida. Cuando tenemos cadáver en casa, ¡qué frío está el hogar! Y cuando se llevan de casa los despojos de aquel ser tan querido, nos arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de nuestras entrañas. ¡Cómo nos duele, señores, aquella terrible separación!
¡Ah!, pero vendrá la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva de la familia. ¡Qué abrazo nos daremos en el cielo! ¡La familia reconstruida para siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!
Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: “Padre, ¿y si al llegar al cielo nos encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la eternidad?”
Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas formas. Pero, no cabe duda, señores, que si no falta un solo miembro de nuestra familia, si logramos reconstruirla enteramente en el cielo, nuestra alegría llegará a su colmo y será inenarrable.
¿Queréis lograr esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de vuestra familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene garantizada moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la Santísima Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los días, diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Es moralmente imposible, señores, lo afirmo terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen no puede desamparar a esa familia. Ella se encargará de hacerles vivir cristianamente y de obtenerles la gracia de arrepentimiento si alguna vez tiene la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida. Eso, desde luego. El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si rezáis diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza a la Virgen María, Ella se encargará de que no muráis en pecado mortal. Dejaréis el pecado; os arrepentiréis, viviréis cristianamente y moriréis en gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es una patente de eternidad, ¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado porque fue Santo Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en nombre de la teología católica, señores. ¡Rezad el rosario en familia todos los días de vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que lograréis reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Que alegría tan grande al juntarnos otra vez para nunca más volvernos a separar!
Por encima de los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías inefables con la amistad y trato con los Santos. En este mundo no podemos comprender esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo nuestra mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se concentra la plenitud total del Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia. De manera que el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el cielo y entablar amistad íntima con ellos.
Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas, resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra de una manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo, que en el reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un solo león, un solo toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase. Pues esto, exactamente, es lo que ocurre con los ángeles: cada uno de ellos constituye una especie distinta dentro del mundo angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero totalmente diferente de todas las demás. No hay dos ángeles iguales. La contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura que los ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve coros o jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Lo dice la sagrada Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son sueños fantásticos de un poeta. La contemplación de esas nueve jerarquías angélicas, con el número incontable de ángeles distintos que forman parte de cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso, sencillamente fantástico, del que ahora no podemos formarnos la menor idea.
Mil veces por encima de los ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana de todos ellos nos embriagará de una felicidad inefable.
¡Madrileños! ¿Os acordáis cuando hace unos años vino a Madrid la Virgen de Fátima, aquella imagencita pequeña de Cova de Iria, la auténtica, la que se venera en el lugar mismo de las apariciones? Fue tal el delirante entusiasmo que se apoderó de vosotros, que hubo momento en que detrás de ella –lo estáis recordando todos– iban cuatrocientos mil madrileños, porque la Virgen de Fátima era un imán que atraía irresistiblemente vuestros corazones. Y aquello no era más que una imagencita blanca, preciosa, la auténtica Virgen de Fátima, la de Cova de Iria, pero una imagencita nada más. ¡Qué será cuando la veamos personalmente a Ella misma “vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” como la vio el vidente del Apocalipsis! Nos vamos a volver locos de alegría cuando caigamos a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia Sí para darnos el abrazo de madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al nuestro para toda la eternidad.
Pero ¿quién podrá describir, señores, lo que experimentaremos cuando nos encontremos en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al Redentor del mundo, con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su divino Corazón? Cuando caigamos de rodillas a sus pies y cuando Él nos incorpore para darnos su abrazo de Buen Pastor y nos diga con inefable dulzura: “Pobre ovejita mía, ¡cuántas veces te extraviaste fuera del redil de tu Pastor alucinada por el mundo, el demonio y la carne! Pero yo morí por ti, yo rogué por ti al Eterno Padre, y ahora te tengo ya en mi aprisco para toda la eternidad”. El gozo que experimentaremos entonces es absolutamente indescriptible.
El panorama que hemos contemplado hasta aquí, señores, es verdaderamente magnífico y deslumbrador. Y, sin embargo, todo esto constituye únicamente lo que llamamos en teología la gloria accidental del cielo: la gloria accidental del cuerpo y la gloria accidental del alma. Todavía no os he dicho ni una sola palabra de la gloria esencial. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que una antesala; no hemos entrado todavía en el salón del trono. Porque lo que constituye la gloria esencial del cielo es lo que llamamos en teología la visión beatífica, o sea, la contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma de Dios.
Imposible, señores, hacer una descripción de la visión beatífica. No tenemos, acá en la tierra, ningún punto de referencia para establecer una semejanza o analogía. Pero a la luz de la teología católica voy a hacer un esfuerzo para daros una idea remotísima, palidísima, de aquella inefable realidad.
Desde niños hemos cantado todos el Himno Eucarístico con aquella preciosa estrofa: “Dios está aquí...”, aludiendo al Sacramento adorable de la Eucaristía. Pero, también desde niños, sabemos todos por el catecismo que Dios está en todas partes. Dios está en la Eucaristía y fuera de ella. En la Eucaristía está de una manera especial –sacramentado–, pero fuera de la Eucaristía está en todo cuanto existe, en todos los seres y lugares de la creación, por esencia, presencia y potencia.
Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo, ¿Sabéis por qué no podemos ver a Dios en este mundo a pesar de que lo tenemos delante de nuestros ojos? Os vais a quedar estupefactos creyendo que os quiero gastar alguna broma. No le vemos, sencillamente porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde, y a pleno sol, está la luz apagada para ver a Dios. Os voy a explicar este misterio.
Imaginaos el caso de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con densas nubes que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acerca a la montaña más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de altura. Y para contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se le ocurriese encender una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco, porque una cerilla no tiene suficiente luz para iluminar aquella inmensa montaña, la mayor del mundo.
Pues algo parecido, señores, nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa e inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente más pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte Everest; ¡sin comparación!
Para ver a Dios, señores, hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en teología el nombre de lumen gloriae: la luz de la gloria. Los teólogos que me escuchan saben muy bien que el lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma. Si Dios encendiese ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, el lumen gloriae, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es porque nos falta ese lumen gloriae, sencillamente porque está apagada la luz.
¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae al entrar en el cielo? Es imposible describirlo, señores. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor., XII, 4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (I Cor., II, 9).
San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.
La visión ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios, y en Él, como en una pantalla cinematográfica, contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia sacándoles de la nada. No los veremos todos en absoluto o de una manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento creado ni en el cielo siquiera puede abarcar a Dios. Pero una variedad casi infinita de seres posibles, de combinaciones imaginables, las veremos en Dios maravillosamente. Y, desde luego, veremos todo cuanto existe: la creación universal entera. ¡Qué película cinematográfica! ¡Qué espectáculo tan deslumbrador contemplaremos en la esencia misma de Dios!
Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la visión. En este mundo nos cansamos enseguida de todo, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca y desfallece con facilidad. Imaginaos en este mundo una fantástica película cinematográfica, un grandioso espectáculo que durase ocho días seguidos, sin un momento de descanso. No lo resistiríamos. En este mundo nos cansamos, porque el cuerpo es pesado, necesita descanso, y arrastra en su pesadez al alma.
Pero como en el cielo el cuerpo seguirá en todo las vicisitudes del alma –como os expliqué antes–, no habrá posibilidad alguna de cansancio, y, por lo mismo, no nos cansaremos jamás de contemplar aquel espectáculo maravilloso de variedad infinita. Dad rienda suelta a vuestra imaginación, que os quedaréis siempre cortos. ¡Qué película tan fantástica para toda la eternidad!
El segundo elemento de la gloria esencial del cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros mismos. Solamente en el cielo cumpliremos en toda su extensión el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la siguiente forma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Solamente en el cielo cumpliremos este primer mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena y saciativa de nuestro corazón.
En tercer lugar, señores, en el cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el piélago insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.
¿Habéis presenciado alguna vez, señores, un campeonato de natación en un club náutico? El trampolín se adelanta unos cuantos metros sobre el mar. Y el aspirante a campeón, cuando le dan la señal convenida, se lanza desde el trampolín y se hunde y desaparece bajo el agua. A veces transcurren varios minutos sin que se le vea aparecer por ningún lado, y cuando la gente que está contemplando la prueba desde la orilla comienza a contener con angustia la respiración creyendo que se ha ahogado, que ya no sale a la superficie, allá lejos aparece, por fin, el nadador y comienza a nadar con brazos vigorosos hasta alcanzar la orilla.
Pues algo parecido ocurrirá en el cielo. Ya podéis comprender, señores, que esto es una metáfora, pero una metáfora que encierra una realidad sublime. Nos subirán, por decirlo así, a un gran trampolín, y desde aquella atalaya contemplaremos el océano insondable de la divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la esencia misma de Dios, en el que está condensado todo cuanto hay de placer, y de riquezas, y de alegría, y de belleza, y de bondad, y de amor, y de felicidad embriagadora. Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito. Y cuando nos digan: “¿Ves este espectáculo tan maravilloso y deslumbrador? Pues esto no es únicamente para que lo veas, esto no es para que lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees, para que te hundas en él”. Y, efectivamente, nos lanzaremos al agua y nos hundiremos en el océano insondable de la esencia divina, y entonces nuestra alma experimentará unos deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no podemos formarnos la menor idea. Estará como embriagada de inenarrable felicidad, casi incómoda a fuerza de ser intensa. Y para colmo de todo nos daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará jamás; durará para siempre, para siempre, para toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.
Señores: Estamos a tiempo todavía. A través de Radio Nacional de España me están escuchando millares, quizá millones de españoles. El mundo entero quisiera que me escuchara. Porque este tema del cielo que acabo de resumir brevísimamente es de los más alentadores, de los más estimulantes para decidirse a vivir cristianamente, cueste lo que cueste. ¡Lo que pierden los pobres pecadores, señores! Si alguno, después de haber oído esta conferencia, resiste a la gracia y se vuelve todavía del lado del mundo, del demonio y de la carne, y llega a condenarse para toda la eternidad, estas palabras que estoy pronunciando en estos momentos resonarán trágicamente en sus oídos en el infierno, y se dirá a sí mismo, en medio de una espantosa desesperación: “¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! ¡Me lo dijeron a tiempo! Pero pudo más aquella mala mujer, pudo más aquel dinero mal adquirido, pudo más aquel odio y aquel rencor. ¡No quise confesarme! Morí impenitente. ¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! Podría estar ahora mismo en el cielo, embriagado de una felicidad inenarrable. Y ahora estoy condenado para toda la eternidad”.
Señores: Estamos a tiempo todavía. Os hablo en nombre de Cristo. No soy más que un pobre altavoz, un pobre misionero de Cristo. Volveos a Él, que os espera con su infinito amor y misericordia. Cristo os espera con los brazos abiertos. Aunque le hayáis escupido, aunque le hayáis blasfemado, aunque hayáis pisoteado su sangre. Hoy, como en la cima del Calvario, nos mira a todos con infinita compasión y dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. “Hoy mismo –si quieres– estarás conmigo en el Paraíso”. Invocad a María, vuestra dulce Madre: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Evitad la espantosa desesperación eterna, que os haría clamar inútilmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” “¡Tengo sed!” Tengo sed de salvar vuestras almas. ¡Venid todos a mi Corazón para que pueda lanzar otra vez mi grito de triunfo: “Todo está cumplido”! Os prometo mi ayuda durante la vida y la gracia soberana de la perseverancia final para que podáis exclamar en vuestros últimos momentos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con lo cual, vuestra muerte cristiana será para vosotros el término de esta vida de lágrimas y de miseria y la entrada triunfadora en la ciudad de los bienaventurados, donde seréis felices para siempre, para toda la eternidad. Así sea.
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