Había una vez, según un cuento que refiere el poeta francés Juan Richepin, un matrimonio sumamente pobre. No tenían pan que guardar en la artesa ni artesa para guardar el pan. No tenían casa alguna donde colocar aquélla, ni pedazo de tierra en el que pudieran construir una casa. Si hubiesen poseído un pedazo de tierra, habrían podido hallar algo con que edificar la casa.
Si hubiesen poseído esta casa, habrían podido tener en ella la artesa, y si hubiesen poseído la artesa, de vez en cuando, sin duda, habrían podido hallar un poco de pan que guardar en ella. Pero como no tenían ni terreno ni casa, ni artesa ni pan, eran, en verdad, de los pobres muy pobres, y lo que más falta les hacía era una casa propia donde pudieran encender algunos troncos secos, y sentarse a charlar junto a la lumbre.
La víspera de Navidad este pobre matrimonio se sentía más pobre y más triste que nunca.
Mientras iban lamentándose por la grande carretera solitaria, rodeados de las negras tinieblas de la noche, tropezaron con un pobre gato que maullaba tímidamente.
Los pobres son bondadosos con los pobres, y se ayudan unos a otros, y aquellos dos pobres tomaron al gato consigo, y no se cuidaron de comer ellos cosa alguna, sino que dieron al animal un poco de manteca que les habían proporcionado de limosna.
El gato, después de comer, echó a andar delante de ellos y los guió a través de las negras tinieblas hasta una vieja cabaña abandonada.
Había dos banquetas y un hogar en esta cabaña, según pudieron ver por un rayo de luna, que lució y desapareció al mismo tiempo, y el gato desapareció también con el rayo de luna.
Pronto se hallaron sentados en la oscuridad delante del negro hogar, que la falta de fuego hacía todavía más negro.
—¡Ah -dijeron—, si tuviéramos únicamente un par de brasas! ¡Hace mucho frío!, y ¿qué podía haber más agradable que estar sentados calentándonos junto a un poco de fuego y contando cuentos?
Pero no había en el hogar fuego alguno, porque eran muy pobres, verdaderamente pobrísimos.
De pronto aparecieron dos brasas brillantes y ardientes en el fondo de la chimenea; dos hermosos ojos de fuego, amarillos como el oro.
Y el viejo frotó sus manos gozoso, y dijo a su esposa:
—¿No notas qué bien se está y qué calorcito se siente?
—Sí, por cierto —respondió la anciana—, y acercó las manos a la lumbre. —Sóplalas y atízalas —dijo ella.
—¡No, no! —replicó el marido—. Eso las haría arder de prisa.
Y así empezaron a charlar para matar el tiempo, sin tristeza ya, porque se sentían animados a la vista de las dos pequeñas brasas amarillas.
Los pobres son felices con muy poca cosa, y estos dos se alegraban al ver el hermoso regalo de lumbre que se les había hecho, junto a la cual estuvieron sentados toda la noche calentándose, seguros de que el Niño Jesús los quería mucho, porque las dos brasas lucientes brillaron misteriosamente toda la noche, sin extinguirse.
Cuando llegó la mañana estos dos pobres, que habían pasado abrigados y contentos toda la noche, vieron en el fondo de la chimenea al pobre gato que los miraba con sus grandes ojos amarillos.
El reflejo de aquellos ojos eran lo que mantuvo a aquellos dos pobres tan abrigados y contentos.
—El tesoro de los pobres es la fantasía— les dijo discretamente el gato.
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